Todos tendemos a creer que las cosas solo les suceden a los demás y mucho más sí lo ocurrido pertenece a una época distinta a aquella en la que vivimos. El primer recuerdo que poseo de tener conciencia de la muerte está vinculado a mi mejor amigo de la infancia. Su casa colindaba con la mía y una mañana, antes de ir al colegio, escuché gritos y un inquietante sollozar. Trepé con rapidez las paredes de su patio y pude observar un ambiente de total angustia. Su madre lloraba desconsolada. Yo no tenía más de diez años al igual que él. Aquella mañana mi amigo había vomitado sangre y después murió de modo súbito e inesperado. Fue una sensación de absoluta sorpresa y un impacto profundo en mi corazón. Hasta ese instante, sólo había concebido la muerte como parte de un mundo de ficción, que en nada tenía que ver con la realidad que vivía.
El escritor Martin Amis en su libro de memorias afirma "La gente dice que un niño que va madurando comprende primero la muerte de una mascota, luego la de un abuelo, y luego incluso la de alguien de su propia edad. Solo en la adolescencia empezamos a oír los primeros rumores de la propia muerte (…) La juventud se ha esfumado al fin, y con ella la creencia de la propia invulnerabilidad”
Para la generación actual la Segunda Guerra Mundial se sitúa, en cierta medida, en el dominio de la ficción. Saben que existió y también que existieron los campos de concentración, el bombardeo incesante e inmisericorde sobre las ciudades, la hambruna y el exterminio y la muerte de un enorme número de personas. Sin embargo, para aquellos que nacieron varias décadas después del final de la gran conflagración, es casi inconcebible comprender de modo racional todo lo que se cuenta acerca de ese acontecimiento. Los hechos resbalan por su piel, no les conmueven por distantes y alejados en el tiempo y la memoria no presenta rasguño alguno en su interior por sucesos que no les pertenecen ni perciben como propios. Si eso es así para muchos de los jóvenes europeos, cómo no ha de serlo para aquellos que nacieron en una isla perdida en las aguas del Caribe.
No obstante, y de algún modo, muchos escritores se encargan de "redoblar las campanas en nuestros oídos" Es lo que ha hecho en los últimos días el Embajador dominicano ante la Unesco, el profesor y novelista Andrés L. Mateo. En un discurso directo y salido de sus entrañas nos ha recordado que no somos inmortales. Con una intervención de seis minutos en una sesión extraordinaria del Consejo Ejecutivo de la Unesco, llevó a cabo una reflexión cardinal a partir de las palabras del filósofo Étienne Balivar cuando dice, “no es una pregunta fácil saber qué guerra es la que ha empezado. ¿Es la nueva modalidad de la guerra fría, o una guerra imperialista? ¿Es la tercera guerra mundial; con su pavorosa capacidad de destrucción?”.
Reflexionar en voz alta y reconocer en las actuales circunstancias que uno siente temor es normal. Percibir que se avecina un tiempo horrendo e impredecible es pavoroso. Adelantarse a los acontecimientos es de sabios. Advertir del peligro a los insensatos se convierte en objetivo y propósito necesario que pretende salvar vidas. Como ya argumentara Henry Miller en uno de sus ensayos, si alguien hubiera hecho reír a Adolf Hitler tal vez el rumbo de la historia hubiera cambiado. Si además alguien en su momento hubiera sido capaz de convencerle y alertarle de antemano del inmenso sufrimiento que sus actos iban a producir en la humanidad, esa persona singular y anónima que se hubiera atrevido a hacerlo, habría llegado quizás a evitar grandes calamidades a esta tierra que es de todos.
Deben existir razones geopolíticas de peso para que se produzca un conflicto, pero personalmente no siempre acabo de entender del todo las motivaciones que se esgrimen para ello. De lo único que estoy seguro y sobre aquello que poseo una inefable certeza es que a una guerra solo se va a perder, no hay segunda opción. Y eso, sin dudarlo, incluye a los dos bandos. Ojalá que alguien fuera capaz de decir al oído de los nuevos "megalómanos mesiánicos" de la humanidad que ellos tampoco son inmortales.