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Almuerzo sobre el rascacielos. Autor desconocido. Publicada en el New York Herald,  1932.

"El vértigo es la conciencia de la caída". Emil Cioran

Una de  las situaciones que más me preocupa es sentir la inquietante y agotadora sensación que me provoca el vértigo. Todos estamos rodeados de espacios vacíos e insondables y en demasiadas ocasiones, no nos atrevemos a mirar hacia abajo por el  intenso temor que nos producen las alturas. Las parejas sienten una sincera aversión hacia el abismo que en ocasiones se abre ante sus pies y que les impide tocar sus propios bornes por miedo a caer. En el seno de cualquier familia, no importa lo compacta y unida que ésta se muestre, es posible que exista un archipiélago de enorme extensión, dentro del cual cada uno reconoce el espacio que le separa del resto. La distancia entre los islotes que lo forman puede ser de mayor o menor tamaño y en muchos de los casos, bastará un simple brinco entre porciones de tierra para que se produzca un cruce de almas entre hermanos. Sin embargo, pueden existir otros casos en los que resulte, arriesgado hasta el absurdo, todo intento por dar ese salto en el seno de la misma y vencer el gigantesco océano que separa a algunos de sus miembros.

De igual modo ocurre en diferentes ámbitos de nuestra vida. Se produce en la infancia una cercanía tan evidente e inquebrantable entre amigos que nos es imposible contemplar el más  pequeño riachuelo que pueda aislarnos. Todo lo más que puede llegar a suceder es tener que sortear un charquito diminuto, producto de una pequeña discusión no resuelta por un juguete que no supimos compartir. Sin embargo, a medida que vamos creciendo lo que ayer era apenas un canal de aguas cristalinas se ha ido convirtiendo en un ancho lago, de aguas cenagosas, oscuras y profundas, en el que chapotear -como lo hacíamos de niños en la calle después de un intenso aguacero- se hace ahora imposible.

En el amor, entre las parejas, esas fosas abisales pueden ahondarse hasta resultar profundas y abrumadoras. Poco a poco se van abriendo distancias con lentitud, de modo involuntario y sin darnos cuenta, tal vez, en medio de una tranquila conversación ante la mesa de un café. Un buen día sucede que quien está a tu lado parece escindirse de repente y salir de esa esfera que se ha compartido entre dos. Entonces uno mira, fuera de esa circunferencia privada que les albergaba a ambos y lo que ve es un páramo espantoso y desolador. El corazón se agita sin comprender el aterrador vacío que le separa súbitamente del otro. Es como si uno de los dos se elevara inexplicablemente en un ascensor a alta velocidad de modo imparable y descubriera que esa mesa en la que había estado sentado en compañía, en vez de enraizar sus patas en la acera, de manera confortable y apacible rodeada de otras mesas, ahora estuviera en lo alto de una estructura manteniendo un difícil equilibrio, en el borde mismo de una viga de acero, como en esa icónica fotografía en la que unos obreros almuerzan, sin protección alguna, en lo alto del piso 69 del edificio RCA del Rockefeller Center, un rascacielos neoyorquino de principios de los años treinta.

De alguna forma siempre he creído que todos vivimos en lo alto de inmensas torres, aisladas unas de otras. En general tendemos a mostramos incapaces de cruzar el espacio que, a veces, nos separa del resto; nos negamos el derecho a sanar heridas aceptando de antemano que el ser humano es una construcción fallida y que en toda relación hay una semilla que puede germinar y distanciarnos, sin importar que esto suceda con tu pareja, tu hijo o uno de tus amigos de siempre. Reflexiono acerca de esta cuestión y considero que es preciso intentar aceptar la realidad sorteando las fosas profundas que -de tanto en tanto- se abren ante nosotros. Estoy seguro de que es la única manera en la que podemos salvarnos de un derrumbe inminente, siempre y cuando logremos extender las manos hacia esa persona que queremos tener a nuestro lado.