Hace casi 15 años, a propósito del tercer aniversario de la reforma procesal penal, publiqué en un diario de circulación nacional un artículo de opinión que reivindicaba la necesidad de transformar la Policía Nacional, conforme a las exigencias de una sociedad democrática y los cambios acontecidos en el sistema penal. Hoy no puedo sino reiterar aquella reflexión con la firme convicción de que necesitamos una reforma policial que asegure un cambio cualitativo que fortalezca la seguridad ciudadana y la garantía de los derechos fundamentales de las personas.

Aunque tuve la tentación de reescribir el artículo, he optado por compartirlo sin mayores cambios. Así que volvamos a 2007, con las esperanzas renovadas de que la ocasión es propicia para que la institución del orden se transforme efectivamente en “una Policía para la Democracia”.

Bajo el eslogan “ley y orden” se formó la identidad de una Policía Nacional, creada durante la ocupación militar (1921) y madurada por la dictadura (1936), como instrumento de control político y represión ciudadana. La cultura jurídica napoleónica y su angustia en encontrar y castigar al sospechoso por encima de las garantías de un Estado de Derecho, unido al peso ideológico de la tradición política autoritaria dominicana, fue caldo de cultivo para el afianzamiento de la “cultura policial represiva” en el código genético de la institución.

Al advenimiento de la democracia todavía no se ha logrado modificar su patrón de comportamiento. A ello han coadyuvado la ausencia de una verdadera Política de Estado en materia de criminalidad y seguridad pública, la falta de voluntad de la clase política para realizar cambios en la Policía después de largos períodos autoritarios, el vacío jurídico para el cumplimiento de las funciones policiales en democracia, la concepción autoritaria de la seguridad y la imposición de un patrón de liderazgo no democrático. El resultado ha sido una perversa evolución, hacia una Policía cada vez más autónoma e incontrolable, y que no le tiembla el pulso para agredir a la ciudadanía.

Así pues, la reforma de la Policía se presenta como un imperativo del Estado de Derecho. Más aún cuando la eficacia de la reforma del sistema penal requiere del concurso de la Policía. Pero ésta ha sido la gran olvidada, quedando marginada a un segundo plano debido a consideraciones políticas y económicas, y a una falta de conciencia de su función en el sistema penal, que, como advierte el jurista alemán Kai Ambos, “cumple no ya un papel cualquiera, sino el más importante en la investigación, porque es la que aclara los hechos y prepara el informe para las autoridades del proceso penal”.

Una de las ideas rectoras de la reforma procesal penal ha sido precisamente someter las investigaciones policiales al control del Ministerio Público. La activa interrelación entre fiscales y policías es la base de un edificio estatal de seguridad democrática cuyo desempeño esté abonado por la eficacia del servicio público más que por la competencia de funciones o prerrogativas.

La Policía democrática está concebida como la primera línea de defensa de la Constitución y las leyes, por tanto, sus agentes son los más obligados a acatarlas y hacerlas acatar. La eficacia de la actividad policial se mide tomando en consideración el porcentaje de casos esclarecidos según el criterio de los tribunales, y no según el criterio de los agentes. La condena obtenida en un debido proceso legal es la verdadera prueba del éxito de la investigación policíaca.

El régimen democrático necesita de la Policía para subsistir. Se concordará entonces con el jurista costarricense José María Tijerino Pacheco que, “así como hay una historia negra de la policía, conformada por el abuso del poder en todas sus manifestaciones, [los ciudadanos y] las autoridades de una sociedad democrática tenemos el imperioso deber de escribir otra historia: aquella que reivindique un servicio esencial para cualquier comunidad: la del orden, entendido no como avasallamiento de la dignidad humana sino como garantía de los derechos de todos los ciudadanos, sin distinción de ninguna clase”.