Existen unos años de fuerte inspiración que sabemos nunca volverán. Solo nos queda más tarde rememorarlos, evocarlos con nostalgia, amarrarlos al mástil del barco, al palo más alto para que, cuando el naufragio de la poesía sea inminente, quede al menos el gesto de lo que fuimos. Y es que amamos el verso y la prosa elegante de Pessoa en una noche infinita.
Apenas éramos dos jóvenes con los sueños aún incandescentes y todo en la vida lograba inspirarnos. La poesía caminaba a nuestro lado asida del brazo. Nos visitaba a plena luz del día, salíamos de juerga en su compañía y el amor bailaba junto a nuestro ser por las calles estrechas de la ciudad. Todo nos hacía creer en la posibilidad de tocar el cielo con las manos y la realidad era que lo lográbamos, llegábamos a palparlo con los dedos.
Recuerdo una de tantas noches en las que fuimos náufragos y es que la poesía no se puede ver sino es desde el fondo del mar. Ambos, borrachos como uvas, leímos a Fernando Pessoa sentados en la acera de una esquina de la Zona Colonial. En ese instante nos sentíamos dos heterónimos más del poeta portugués. En aquel instante no podíamos aventurar, ni imaginarlo siquiera, que nuestro destino estaría marcado de una forma u otra y para siempre por la poesía. La ignorancia es si se quiere una dulce tragedia, pero cuando un escritor como Pessoa hiere tu corazón a tan temprana edad y te hace caminar la noche al son de sus versos, es imposible desprenderte de su abrazo para el resto de tus días. Desde entonces la lluvia, el gato que cruza sigiloso ante tus ojos, las parejas que furtivas se ocultan entre los entresijos de la ciudad, la música francesa y el jazz van contigo a todas partes e intuyes que esa noche, en la que dos amigos aspirantes a escritores tocaron el firmamento, puede repetirse algunas veces más.