El periodista polaco Jacek Hugo Bader, que ha escrito reportajes y crónicas sobre la antigua Unión Soviética, menciona que don Mijaíl no oye bien, que está medio sordo. Esto podría parecer extraño o banal, salvo si consideramos que casi toda su vida la dedicó a probar, diseñar y perfeccionar armas sobre un fondo de dulces fogonazos. El más famoso de sus inventos lleva la letra K de su apellido, precedida de la A de automático y el año que empezaría a usarse: 1947.
Mijaíl Timoféyevich Kalashnikov nació en 1919, tenía dieciocho hermanos, de los cuales solamente un puñado sobreviviría a la severidad del frío y el hambre. Con diecinueve años fue llamado por el Ejército Rojo para engrosar sus filas, pues los alemanes estaban metiéndose hasta la cocina. No aporta mucho, apenas si empieza a manejar un tanque antes de caer herido y terminar en el hospital, donde escucha a otros soldados quejarse de la precariedad de su armamento. Nada que ver con el material de los nazis: moderno, potente, letal. Es en ese momento que decide crear un artefacto capaz de repeler las invasiones enemigas.
Más tarde ganará el concurso convocado por el mismo Ejército para crear un rifle. ¿Quién era ese tal Kalashnikov, cuyo proyecto superó al de generales y diseñadores de renombre? ¿De dónde habría salido ese sargento pueblerino que nunca pisó el colegio militar, pero que se habría servido de las locomotoras arrumbadas en los depósitos ferroviarios, que le inspiraron ideas y dibujos que consignó fielmente en una libreta?
«Lo más difícil es hacer algo que no sea complicado», le dijo al polaco Bader en ese celebre encuentro que tuvieron a inicios de los noventa. Un arma simple y resistente y sobre todo, popular entre la tropa. Más de un millón de esos “cuernos de chivo” han participado en todo tipo de guerras, guerrillas, conflictos, atentados, bang, bang, bang. ¿Un honor o una vergüenza?
No serán los únicos hechos controvertidos en la vida del inventor, pues recibió el premio Stalin de la mano del propio tiranazo, aquel que decía sonriente que una muerte era una tragedia, pero un millón (de muertos), una mera estadística. Dicen que cada noche antes de acostarse, don Vladimir le reza al camarada Joseph y le prende veladoras, beligerantes y repletas de añoranza…
Los reconocimientos, las medallas, los galardones, se sucedieron como si fueran las balas infinitas del cargador curvo del mentado fusil: seis veces diputado del Soviet Supremo; dos, Héroe del Trabajo Socialista; Ordenes de Lenin; Miembro de la Academia de Ciencias de Leningrado; abrazos del también camarada Boris Yeltsin que hasta general lo hizo; halagos en inglés del creador de otro rifle mortífero, Eugene Stoner que, celoso y todo, lo invitó a Estados Unidos para presumirle su jet y sus millones a ese ruso sencillo, pero no falto de orgullo, que iba a su trabajo caminando…
¿Cuántos Kalashnikov se estarán disparando en territorio ucraniano, ahora que el cariñoso de Putin combate la nostalgia de la antigua CCCP a punta de cañonazos? ¿Muchos, ninguno, miles, pocos? ¿Acaso importa, o como el propio inventor sostenía, si el AK 47 no existiera, tampoco habría guerras?
El entrevistador lo sacude, lo cuestiona, lo abruma con preguntas filosas: y los gulags y los presos políticos y sabes cuántos polacos murieron por culpa del gobierno que te condecoraba y realmente podías decir lo que te viniera en gana… Su sordera, no sabemos si fingida o real, pero sí oportuna, le sirve de escudo.
Yo hice ese fusil para defender las fronteras de nuestra patria. Y ahora los antiguos hermanos se disparan los unos a los otros, se lamenta Don Kalashnikov antes de mirar su reloj y de concluir la charla…