Desde hace alrededor de una década comparto lecturas con un grupo de mujeres entusiastas e intensas. Empezaron como un grupo de madres que asistieron a una charla de la profesora de literatura de los hijos en el colegio y se quedaron leyendo juntas. Con el tiempo, la composición y los panelistas han cambiado. También los libros. Se han leído clásicos españoles e italianos, y autores contemporáneos franceses, italianos y asiáticos. Por supuesto, varios dominicanos y latinoamericanos, pero, increíblemente, en el tiempo que yo he participado (me integré en el camino, no soy parte del grupo inicial) nunca habíamos leído juntas a Gabriel García Márquez tal vez porque se trata de un autor que todas habíamos disfrutado individualmente, no necesitábamos el empuje de una colectividad para atrevernos a abordarlo.
Leer como grupo a este magnífico exponente de la literatura universal ha sido extraordinario. No se sabe si de manera consciente o no, hemos comenzado a participar en las reuniones con ropas que se sienten más típicas de estancia latinoamericana que de oficinas urbanas en las que trabajamos todas. Yo misma empecé con un vestido que además estaba cargado de significado, el último que le compró mi amigo Samuel a su madre y que ella no llegó a usar porque la enfermedad no le dio tiempo a ponérselo. Con su sencillez y alusión al trópico, aunque su precio no fue desmedido, es una de las joyas más queridas de mi armario a imagen y semejanza de los libros de este ganador del premio Nobel, que son asequibles, hermosos y nos hablan de sentimientos profundos.
A las reuniones han llegado sombreros y hasta un gallo tallado por José Cuello el día en que discutimos “El coronel no tiene quien le escriba”. Con toda esa capacidad de unir objetos con literatura, no fue una sorpresa que Fari Rosario, el facilitador de la reunión, nos dijera que a ese autor habría que hacerle una estatua en la Máximo Gómez. Y la verdad es que sí, dado lo representativo que él es de nuestra región, nos merecemos tener ese recuerdo físico de la posibilidad que disponemos de hacer grandes obras tomando como materia de base nuestra cotidianidad. Con palabras e ideas que reconocemos todos, su obra le da distinción y realce no solo al idioma sino hasta a la idiosincrasia local con frases como: “No miren más a ese animal -dijo el coronel-. Los gallos se gastan de tanto mirarlos”, o, “Pregúntale al doctor si en esta casa le echamos agua caliente”, todas reconocibles para un público caribeño, aunque no hayamos nacido en Aracataca.
Tal vez no convenga erigir la estatua en la Máximo Gómez porque, aunque es una avenida muy concurrida y allí podría ser vista muchas personas, no cuenta con espacios que permitan una observación muy prolongada. Quizás en algún lugar frente a su amado mar Caribe, cerca del monumento a Fray Antón de Montesino, por ejemplo, que además fue obsequio del gobierno de México, país donde Gabriel García Márquez vivió muchos años. En fin, donde quiera que decidan ediles y munícipes, pero el autor y su público lo ameritan.