Esta semana culmina una atractiva temporada de debates electorales que han marcado una campaña diferente en la República Dominicana. Particularmente disfruté el debate entre los jóvenes candidatos a diputados de la circunscripción 3 de Santiago, quienes demostraron un alto nivel de preparación y profesionalismo al controvertir ideas precisas y relevantes. De ahora en adelante, iniciativas como las de ANJE y del Consejo de Desarrollo Económico y Social de Santo Domingo deben ser respaldadas, enriquecidas y replicadas.
Estos días 22, 23 y 24 de abril se celebran los últimos debates del período electoral, con la peculiaridad de que por primera vez en la historia política de nuestro país participarán el presidente y la vicepresidenta de la República estando en pleno mandato constitucional. Esta decisión puede traerles rentabilidad política, aunque también implica un considerable riesgo electoral. Dejo el análisis de esos posibles escenarios a otros espacios, así como la apreciación de la decisión en sí, la cual indudablemente demuestra valentía, coherencia y sensibilidad democrática de parte de los mandatarios.
Lo que propongo, a continuación, es reflexionar acerca de la trascendencia del acontecimiento para la democracia dominicana.
Que se tenga registro, el único debate político que en el país generó expectativas similares, por las coyunturas que le rodearon, fue el sostenido entre Juan Bosch y el sacerdote jesuita Láutico García unos días antes de las elecciones del 20 de diciembre de 1962. Sin embargo, este debate fue particular, pues se produjo entre el entonces candidato presidencial y uno de sus detractores; por lo tanto, aunque en el momento causó impresión, no se trató de un debate institucional y no generó consciencia de debates en el quehacer político dominicano. Para poner esto en perspectiva, el primer debate presidencial transmitido por televisión en los EE. UU. tuvo lugar durante la campaña presidencial de 1960 entre Nixon y Kennedy y, tras un intervalo de 16 años sin entregas, estos eventos se han celebrado en el país norteamericano cada 4 años ininterrumpidamente.
La incógnita del momento es si la participación de los actuales titulares del Poder Ejecutivo cambiará la cultura de debates en República Dominicana, aun sea progresivamente como ocurrió en los EE. UU., o si se trata de otro suceso aislado como el de 1962. Es prematuro para emitir dictámenes a futuro, pero en lo inmediato se puede resaltar el eco favorable que se genera sobre la idea de la democracia constitucional.
Este término, acuñado por Carl J. Friedrich y rescatado últimamente por Ferrajoli, implica la sujeción del poder y de las decisiones políticas al ordenamiento jurídico, pero no solo a las reglas escritas sino también a los valores y principios constitucionales que sustentan la idea misma de democracia. Se busca superar la concepción aristotélica de la democracia entendida como el gobierno de los más, la cual desprecia el principio constitucional del pluralismo político y, junto a este, los intereses y derechos de múltiples minorías.
Desde la óptica constitucional contemporánea, entonces, la democracia es óptima en la medida en que los actores políticos y sociales deliberan y llegan a consensos y disensos, evitando así la simple imposición matemática de una mayoría circunstancial. Para la RAE, deliberar es “[c]onsiderar atenta y detenidamente el pro y el contra de los motivos de una decisión, antes de adoptarla, y la razón o sinrazón de los votos antes de emitirlos”.
Es precisamente esta visión la que se enaltece hoy con la determinación de la fórmula Abinader-Peña y de todos los demás candidatos que han decidido participar en los debates electorales. Gracias a ellos, aunque sea durante unos instantes, el ideal constitucional se materializó en la realidad política de nuestra Nación. No se necesitó de una ley que estableciera debates obligatorios ni de una autoridad electoral que los exigiera ni de una sociedad que los demandara categóricamente; bastó con la decisión de nuestros políticos de participar en el debate por el simple hecho de ser lo que en democracia corresponde.
De una forma u otra, la Constitución dominicana encomienda esto a todos: a los poderes públicos, los cuales conforman un gobierno “esencialmente civil, republicano, democrático y representativo” (artículo 4); a los partidos políticos, cuya finalidad es “[c]ontribuir, en igualdad de condiciones, a la formación y manifestación de la voluntad ciudadana, respetando el pluralismo político” (artículo 216); y a las personas en general, quienes tienen el deber fundamental de “[v]elar por el fortalecimiento y la calidad de la democracia” (artículo 75).
Si cada uno –ciudadanos, políticos, candidatos y funcionarios– reflexionáramos acerca de las implicaciones de nuestras decisiones en el seno de una sociedad democrática, cada vez más nos acercaríamos a ese país utópico retratado en la Constitución. Por lo pronto, estoy convencido de que una importante porción de la población ejercerá su derecho al voto este 19 de mayo de una manera más informada y consciente que en ocasiones anteriores. Ojalá y sea también el caso en las contiendas electorales venideras.