Maldita acidez -pensó con inquietud al sentir una vez más aquel fuego que sin darle tregua se le instalaba de vez en cuando en la garganta. Recorrió el pasillo con rapidez hasta la habitación, descolgó el bolso de la percha que tenía tras la puerta, se golpeó el codo como tenía por costumbre por falta de espacio que le permitiera desahogo de movimientos y buscó con  desesperación un antiácido en su interior. Para entonces las llamaradas amenazaban con convertirse en volcán.  Apartó con impaciencia todas aquellas  bagatelas que se amontonaban en el perpetuo caos que albergaba el Fendi con hermoso cierre en oro blanco que le regaló Nelson Tagores de Bujanda, un pijo que se ligó en una playa de Tarifa hacía ya mucho tiempo. De repente detuvo el impaciente revoloteo de sus manos que no habían dejado de hurgar de un lado a otro y sin el menor éxito en los últimos cinco minutos. Lo hizo en el preciso instante en el que sintió que algo atrapaba uno de sus dedos en el interior de aquella cueva de Ali Babá. ¡Merde! -exclamó con remilgo francés al comprobar que una de sus uñas postizas había desaparecido en el fragor de la batalla. De modo inconsciente y por costumbre nunca abandonada, chupó con fruición infantil su dedo como excusándose por la pérdida y al instante recordó a Nelsy. No lo hago a menudo -parloteo consigo misma, esa es la verdad. ¡Pero que bueno y que bobito que era el muy santurrón! se dijo con cariño repentino. Le tuve en el bote por una buena temporada al muy incauto. ¿Pues no se creyó que yo era de los suyos? Hace falta ser un panoli de tomo y lomo para pensarlo. Yo sé, que a poco que se me mire en las distancias cortas, se me cae al suelo el pedigrí. Por dios, pero si hasta la criada me caló en cuanto me vio y él mientras tanto en la luna de Valencia. ¡Ay, alma de cántaro! que hace falta ser cretino de nacimiento para no pillarme a mí en embuste. Lo que pasa es que le ofusqué todos los sentidos y se quedó el pobre sin entendederas. Y que lo mismo te largo una cosa que otra, pero yo es que estaba muy pero que muy buena por aquella época y eso le trastocó un poco la visión periférica del asunto. Un pibonazo, ya te digo Catalina, eso es lo que tú eras.  ¡Cómo para no! si es que me gastaba todo el sueldo del mes en el gimnasio, algún que otro vestidito de marca de segunda mano  y en aquella depilación completa que volvía locos a los hombres. Si es que para qué engañar al personal si no es en lo importante, en lo demás al pan pan y al vino vino y la verdad más verdadera es que yo fui siempre una avant garde de la moda y del estilo. Lo que viene siendo, ni más ni menos, la avanzadilla de las influencers de hoy en día. Qué influencer ni influencer ¡sandeces! Yo sabía mi poquito de francés que aprendí en la radio y que me hacía parecer una señora. Cuatro palabritas si, pero que bien colocadas en una conversación daban el pego. ¡Uy! y yo lo que es dar el pego lo hacía de maravilla, que se quedaban en la pelu extasiadas con mis modales. -A mí que me peine Cati que es muy fina decían las señoronas y yo pensaba para mi misma ¡Ay lagarta si tú supieras! Y no es que hubiera casi nunca nada por saber y es que yo me lo inventaba todo, pero para mis adentros ese pensarlas de tú a tú me daba mucha seguridad y mucho empaque con aquellas petardas. Muy relamidas y muy falsas todas que lo digo yo y palabrita del niño Jesús que no miento. En esto nunca me vais a pillar en renunció. Eran malas. Mucho beso al aire y mucho arrumaco y luego se ponían las unas a las otras del color verde esmeralda. ¡Ayyyyyyyy… que de recuerdos me vienen de repente! Yo y Nelsy y el anillo aquel con una piedra preciosa de Tanzania yo creo o de Tanganica, no sé, algo con la letra T nos dijeron en Tifanny. No os lo vais a creer, pero hasta allí me llevó porque se empeñó en casarse conmigo. ¡Ma vie! aquí llega otra oleada del maldito ácido, pero que vida más perra. Y pienso yo ahora mismito en porqué me empeñaría en dejar tontamente a mi Nelson. Él me llamaba Catherine. Decía que yo había nacido para ser la dueña de un castillo. Era así de buena gente. Y yo haciéndole ojitos a otros. Nunca se enteró. Con él, fijaos bien lo que os digo, era yo mejor persona. Le mentía lo justito. Vamos lo estrictamente necesario, pero en otras cosas no le hice yo jamás un feo. En las cosas del querer no le mentía. No me salía quererle. No era guapo. No era gracioso ni con ese tipo de salero que a mí me derrite, pero yo me dejaba hacer y a él le gustaba presumirme. Los suyos me encontraban desenfadada y modernísima y se empeñaban en seguirme los pasos como si yo fuera una gurú. Yo me meaba de la risa, ¡qué queréis que os diga! ¿Y es que a santo de qué tanto alboroto y tanta locura cada vez que me veían? Menudo disgusto se llevó Enriqueta, mi futura suegra, cuando le dije en un arranque inoportuno de sinceridad que no podía casarme con su hijo. Que desazón y que malestar más tonto y más sentido el de la pobre señora. Y cuánta incomprensión por mi parte. No me porté bien con ellos, lo digo como lo siento, pero era joven y creía que me iba a comer el mundo. Y ya me veis hoy. No, al final no me lo comí. Me casé con el inútil de Juan Carlos. Le parí tres hijos fuertes y sanos, bien colocaos y con buenos sueldos que me cuidan lo justo para no malcriarme. Son buenos chicos. Enviudé hace ya unos cuantos años sin rencor ni mucha pena por la pérdida y hoy vivo sola con mis recuerdos. Hubo otros hombres pero fueron prescindibles. Y aquí me tenéis feliz casi siempre con lo que tengo. Tranquila, satisfecha, aún recordando a este y aquel… ¡Mon dieu! Ya está aquí de nuevo este ardor que se atrinchera al fondo de mi garganta. Y yo hoy así, inmolándome sin un Omeoprazol que llevarme a la boca y que me apague esta maldita quemazón.