El gran poeta de la lengua castellana David Huerta (México, 1949) ha fallecido este lunes 3 de octubre, cinco días antes de cumplir 73. Pese a que había estado padeciendo algunos problemas renales, no dejó de ser una sorpresa la repentina deficiencia de sus órganos, que terminó por ser mortal. Y así, de súbito, resulta que uno solo puede recordar al poeta que hace poco estaba al alcance de un poema, de un correo electrónico, de un telefonazo. Y es posible recordársele desde más de una vertiente: su vida llena de circunstancias biográficas y políticas excepcionales, el esplendor de su abundante obra poética o la cálida relación primaria que pudo haber tenido con algunos de nosotros. Elijo esta última –sobre su vida y obra ya corrió bastante tinta– por su índole dialógica, como para imaginar que estamos conversando aún frente a un café.
Nos conocimos en 1991, en Nueva York, en cuyo condado de Brooklyn yo vivía y estudiaba desde 1986. Las circunstancias de aquel primer tête à tête con un poeta tan admirado y requeteleído, no fueron las más cómodas, aunque sí bastante graciosas. Asistí como espectador a una lectura poética suya junto al argentino Néstor Perlongher, el cubano José Kozer y el uruguayo Roberto Echavarren –estos dos últimos residentes también en Ciudad Gótica– en el imponente Istituto Italiano Di Cultura, en Park Avenue. Pero antes del desarrollo del evento, como yo llegaba en metro y hacía frío, me fui directamente al servicio sanitario. Y allí, mientras me deshacía de mis aguas bajas, en el orinal de al lado estaba en las mismas Huerta. De modo que, sin más preámbulo, me le presenté, con absoluta temeridad de veinteañero: no hubo apretón de manos, por un asunto de higiene más que literaria…
Valdría la pena contar aquí otros incidentales con respecto al recital. Fue también esa la única vez que vi y hablé con Néstor Perlongher, a quien seguía con detenimiento y curiosidad traviesa. Pero, jamás podía imaginarme que, frente a mí, se estaba cuajando el mapa genealógico del neobarroco, gran estremecimiento de la poesía latinoamericana hasta muy entrada la década de los 2000: en 1991 se publicarían las definidoras antologías Caribe Transplatino (de Perlongher, en Sao Paulo) y Transplatinos (de Echavarren, en México), que desembocarían con el remate en 1996 de Medusario (FCE, México). A mí, pavesa apenas en aquel incendio de grandes magnitudes, con el tiempo también se me tildará de poeta neobarroco, a pesar de mis constantes negativas.
Aquella noche fue visible que Néstor –prodigioso lector de su poesía, endeble de físico y estentóreo de garganta–, estaba ya muriendo afectado por el Sida. Se le podía notar. Todo en él era debilidades fisiológicas: al andar, al tomar agua, al tocar el micrófono. Menos su voz: eso no: siempre envolvente, dura y dúctil a la vez. Al final de la lectura, Perlongher conversó amplia y afablemente conmigo, un joven poeta del trópico, de menos de 30 años, con sólo un libro publicado. Me dedicó “bajo manteles brillosos” un ejemplar de su libro Hule, “en el vértigo de un encuentro”. Y abajo me escribió su dirección al tiempo que decía: —no dejes de escribirme (era la prehistoria de la Internet). Me concentré durante días y días en redactar mi carta de admiración al poeta neobarroso. Borraba, tachaba, reescribía, y, finalmente, cuando ya consideré tener una misiva respetable, a la altura de su obra, me decidí a enviársela a Sao Paulo… y entonces, me llega la noticia: Ha muerto el gran poeta argentino Néstor Perlongher. Mi carta no fue al correo, no es una carta muerta –pero mi admiración por él tampoco.
El rey David también soltó su honda en el recital aquel. Antes de lanzarse a leer poesía, lanzó como un callao una refutación, públicamente y en su ausencia, contra Eduardo Milán. No recuerdo dónde ni exactamente qué escribió el poeta y crítico uruguayo, pero me parece haber argumentado que la poesía de Huerta no podía ser calificada de neobarroca. Tampoco creo que el mexicano estuviera exigiendo que se le reivindicara como tal, sino que dejó en claro sus vínculos atávicos con el Siglo de Oro y con Lezama Lima (a quien estudió a profundidad). No por nada, en un artículo post mortem publicado en Letras Libres, Christopher Domínguez Michael lo llama “un gongorista de izquierdas”. José Homero, por otra parte, y antes, escribió que Huerta era “un poeta educado en la temperatura lezámica” (“El neobarroco en la poesía mexicana”, Revista de Literatura Mexicana Contemporánea, vol. 2, núm. 5, abril-julio de 1997, Universidad de Texas en El Paso). Y prosigue: “El vínculo que une a Gerardo Deniz con Néstor Perlongher y a David Huerta con José Kozer más allá de coincidencias estilísticas –la elección del versículo, la noción de que al igual que un cuadro abstracto no precisa la traducción el poema tampoco, la voracidad discursiva que convierte al poema en un recipiente de discursos científicos, filosóficos, narrativos, será justamente la crítica del lenguaje, esa certeza de hablar desde una superficie lamosa y resbaladiza. No extraña tampoco que sea un movimiento en consonancia con la epopeya antimetafísica de Nietzsche, con la concepción del lenguaje como conjunto de juegos de Ludwig Wittgenstein, con la filosofía analítica, con las escaramuzas contra la ortodoxia de Giles Deleuze, Michel Foucault y Jacques Derrida, con quienes coincide y a partir de cuya lectura muchas veces se construye”.
Pasaron 10 años para volver a vernos, cuando participamos ambos en el Festival Internacional de Poesía de Medellín, en 2002. El comportamiento de David, alejado de toda afectación, quedó de manifiesto en ese encuentro: asistieron más de 90 poetas de 50 países y una babel de lenguas, pero el famoso autor de Incurable (un poema de espesa masa crítica en 392 páginas, publicado por Era en 1987), prefería estar todo el tiempo conmigo, el invitado internacional más joven –si exceptuamos a la venezolana Eleonora Requena. Rememoramos la vieja anécdota de habernos conocido en un baño, y entonces estrechamos nuestras manos por primera vez. La nuestra era una empatía natural, e indefinible para mí en sus porqués. Luego, en 2010, en México, acudió a verme presentar mi libro Delirium semen (Aldus), aunque antes lo vi feliz en cientos de fotos que me mostraron en 2008 Derek Walcott y su esposa Sigrid, pues antes de su visita a Santo Domingo, el poeta Premio Nobel había estado en México, acompañado por Huerta. Y así, muchas cartas de por medio, muchos emails, y libros, transcurrió la correntía de nuestra comunicación.
Quien primero me habló de Incurable fue el maestro José Kozer, en cuya casa de Queens vi un ejemplar. Acudí a mi dealer de libros raros, Alexis Gómez Rosa, quien me dijo: —te presto mi ejemplar para fotocopia, pero antes tienes que leer este otro, para llegarle a Incurable. Era la primera edición de El otoño recorre las islas (obra poética 1961-1970), de José Carlos Becerra. Una lectura verdaderamente abrumadora. Para cuando terminé de leerlo, ya contaba con mi propio ejemplar de Incurable, adquirido en la desaparecida librería Lectorum de Union Square (el mismo que Huerta me dedicaría mucho tiempo después, en Medellín).
Quisiera terminar contando apenas tres extractos de nuestras prolongadas charlas en ese Festival, cosas sorprendentes que me dijo:
1—Cuando era joven, escribí un adefesio titulado Incurable. Por suerte maduré, y entonces publiqué algunos libros más que borraron de mi vida esa vergüenza.
Di por hecho que bromeaba, aunque lo decía con el rostro serio. Ante mi protesta y argumentos sobre la valía inconmensurable de su libro, se corrigió, y aceptó que no era un adefesio. Luego calló, y tuve que deducirlo por mí mismo (era muy joven para captar la ironía de un hombre tan brillante): a lo que se refería es que hay libros que marcan a la trayectoria de un escritor de manera indeleble, cosa que pesa como lastre. Y la verdad es que David publicó varios otros libros extraordinarios, no solamente Incurable. Historia (1990), por ejemplo, o Lápices de antes (1994), o Hacia la superficie (2002).
2—De todas las palabras que se utilizan para llamar los recipientes de basura (tacho, bote, basurero, etc.) la más hermosa es la que acabas de pronunciar: “zafacón”. Nunca la había escuchado. Trataré de incluirla en algún poema.
Ignoro si llegó a hacerlo. No encuentro el rastro.
3—¿Sabías que yo viví un año en Santo Domingo? No vi a nadie, no hablé con nadie, pero me quedó para siempre en la memoria la calle donde residía y por la que caminaba: la Avenida Sarasota.
Procuré en diversas ocasiones, sin éxito, que fuera invitado a alguno de nuestros grandes eventos culturales (Festival de Poesía, Feria del Libro), y que pudiera pasear otra vez por la avenida, pero siempre coincidía con otros de sus compromisos. Cuando fue reconocido con el Premio Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL) en Literatura en Lenguas Romances 2019 me dije: ahora sí que será imposible traerlo a Santo Domingo, porque lo que venía a continuación para David Huerta, no lo dudo, eran los premios Reina Sofía, el Cervantes, la candidatura al Nobel…
Confieso que, a veces, yo desando la Avenida Sarasota, y trato de imaginarme a David mirando, como en dos de sus poemarios, La música de lo que pasa por La calle blanca.