Hacia el mes de julio de 1944, monseñor Ricardo Pittini (1876- 1961), que desde diciembre de 1935 era el Arzobispo Metropolitano de Santo Domingo, se trasladó a los Estados Unidos sin dar públicas razones de su ausencia hasta un tiempo después. En realidad, la razón fundamental era internarse en la famosa clínica de atención ocular que en la gran urbe fundara el eminente oftalmólogo español Dr. Ramón Castroviejo Briones.

Solo a mediados de octubre del mismo año ofrecería una escueta explicación en torno a los motivos que le llevaron a ausentarse temporalmente del país. Afirmaría al respecto: “Os debo una explicación de mi ausencia…En junio pasado comenzó a oscurecerse mi ojo derecho hasta perderse totalmente en julio durante la larga visita pastoral a Puerto Plata y Altamira”.

Comunicaba, al propio tiempo, que se encontraba con vendajes en los ojos, como resultado de las tres operaciones que le habían realizado en su ojo izquierdo al tiempo que expresaba gratitud a Trujillo, quien había asumido la responsabilidad de los gastos de su tratamiento y a Monseñor Octavio Beras, quien tras su larga ausencia, había asumido el gobierno pastoral de la Arquidiócesis.

Monseñor Pittini y Trujillo se saludan efusivamente.

Confiaba para entonces Monseñor Pittini en su pronto regreso al tiempo de señalar: “siento que no he de recobrar nuevo vigor mientras no vuelva a los platanitos asados, al buen casabe de los Minas y al beso renovador de nuestro sol. Nunca, como en esta ocasión, pude medir la fuerza de los vínculos que me ligan a esa tierra”.

En sus “Memorias Salesianas de un Arzobispo Ciego”, escritas en 1949, hace una dramática referencia a sus acusados padecimientos oculares, derivados de su temprana miopía y sus constantes desarreglos, como él mismo confesara, los que con el paso del tiempo se fueron agravando hasta privarle ya para entonces casi completamente de la visión.

Afirmaba al respecto: “…comenzó un calvario de operaciones: dos en el ojo derecho y cinco en el izquierdo, a cual más dolorosa.

Fue tan agudo el de la cuarta en el ojo izquierdo que él y el corazón amenazaron ir a la huelga si el dolor seguía. Fue a la huelga el pobre ojo deshecho en sangre. Y hubo que sustituir el ojo izquierdo por uno artificial por cierto muy parecido…

La operación del desprendimiento de retina es en extremo delicada y reclama manos muy expertas…Y el mismo doctor le previene a uno que la operación se efectuará dentro de lo que los moralistas llaman “tenue probabilísimo”.

Consciente del acelerado declive de su visión, Pittini recomendó para entonces a la Santa Sede la designación de Monseñor Octavio Beras Rojas como  Coadjutor de Santo Domingo con derecho a sucesión  y como auxiliar al sacerdote jesuita Felipe Gallego, quien al momento se desempeñaba como superior de las misiones fronterizas de la Compañía de Jesús.

Precisamente, cabe significar como un importante dato histórico, que debido a los  problemas visuales que le retenían en los Estados Unidos, Monseñor Pittini no pudo presidir la ceremonia de ordenación episcopal de los dos nuevos obispos, llevada a efecto el 12 de agosto de 1945, responsabilidad que recayó en quien por entonces era el Arzobispo de la Habana, Monseñor Manuel Arteaga y Betancourt, quien en la ocasión estuvo acompañado por Monseñor Enrique Pérez Serantes, Obispo de la Díocesis de Camaguey, en Cuba y Monseñor Luis Willinger, Obispo de Ponce, Puerto Rico.

La precedente contextualización de los problemas visuales de Monseñor Pittini entre 1944 y 1945, nos sirve de marco necesario para relatar un interesante episodio, poco conocido entre nosotros, que en su  interesante libro “Memorias de una emigración, Santo Domingo, 1939-1945”, refiere ese valenciano ilustre que fue Don Vicente Llorens.

En el Capítulo XIX de la referida obra, ya al final de la misma, consigna el autor  un encuentro singular entre Monseñor Ricardo Pittini, entonces Arzobispo de Santo Domingo y el famoso político socialista, periodista  y orador español don Indalecio Prieto, cuando ambos coincidieron como pacientes en la misma clínica, donde buscaban ayuda clínica para su afectada salud visual.

Don Indalecio Prieto, notable político y ministro durante la Primera República española.

Prieto estaba en la ocasión acompañado de su hija Concha, que tiene también participación destacada en el relato que motiva el presente artículo.

Cabe significar que Don Indalecio había sido para entonces una figura prestante de la política española, que descolló, muy especialmente, durante la intensa y compleja etapa conocida como la Primera República, entre 1931 y 1939, interregno en el cual ocupó las carteras de Hacienda y de Obras Públicas durante el gobierno de Manuel Azaña; de Marina y Aire durante la presidencia de Francisco Largo Caballero;  de Defensa Nacional mientras ocupó la presidencia Juan Negrín, además de Diputado ante las Cortes Generales .

Fue, además, Presidente del Partido Socialista Obrero Español entre 1935 y 1948. Nació en Oviedo, el 30 de abril de 1883 y terminó sus días en México, el 11 de febrero de 1962, país en el cual, como su hija y muchos otros coterráneos desterrados o, mejor dicho, “transterrados”, como bien precisara el destacado filósofo José Gaos, fueron acogidos por el gobernante mexicano Lázaro Cárdenas.

El singular encuentro entre Prieto y Monseñor Pittini lo consigna Llorens en su obra, tal como el primero lo relatara, a saber: “Pasé a verle en unión de mi hija y me encontré ante un anciano diminuto que tenía una careta de cartón idéntica a aquella con que cegué temporalmente (la que llevó antes de operarle). Le habían extirpado un ojo y hallábase aquejado de no sé qué otra dolencia.

Nos acogió cariñosamente, hizo que nos colocáramos en ambos lados de la cama y tomando nuestras manos comenzó a hablar con voz dulce y queda. Era salesiano- lo es, porque todavía vive- y sus palabras más encendidas dedicólas a Don Bosco, fundador de la Orden.

Conocía al dedillo la política española, sobre la cual disertó, prodigándole alabanza, pues compartía fundamentalmente mis aspiraciones de justicia social…Después recaí y me encamaron. Hubo que hendir de nuevo mi ojo operado para desaguarlo, pues surgió un glaucoma, nombre poético de complicación muy grave.

No podía yo visitar a Monseñor Pittini, pero mi hija hacíalo a diario, leyéndole las cartas que llegaban de su archidiócesis y recibiendo el encargo de contestarlas.

¡Buen menester para quien acostumbraba  no contestar siquiera las dirigidas a ella!

Yo le saqué del atasco dirigidas dictando las respuestas…Como Monseñor Pittini ni siquiera podía garrapatear su firma, la estampaba mi hija: una cruz, el nombre Ricardo y debajo “Arzobispo”.

Al Prelado le placían las contestaciones que le proponíamos y sobre todo elogió una felicitando y bendiciendo a aristocrática dama que le relató en términos conmovedores una primera comunión colectiva de niñas en Santiago de los Caballeros.

Ni un solo instante mientras redacté aquellos renglones piadosos burbujearon dentro de mí burlas de incrédulo. Procuraba interpretar lo mejor posible el pensamiento prelaticio. Supuse que el arzobispo estaba seguro de que era yo el autor de las respuestas. Es más, llegué a creer que el venerable pastor, para catequizarme, usaba la hábil treta de darme a conocer los testimonios de auténtica fe que sus ovejas le ofrecían”.

En sus memorias ya citadas, no refiere Monseñor Pittini aquellos encuentros con Indalecio Prieto y su hija. Las razones son más que atendibles, pues las mismas fueron publicadas en 1949, en plena tiranía de Trujillo y cuando en España gobernaba Franco, mientras que Don Indalecio se encontraba en pleno exilio por sus ideas socialistas y sus vínculos con el  republicanismo español.

Pero es lo cierto, como refiere Vicente Llorens, que “si alguien piensa un día recopilar su correspondencia y darla a luz, sepa que el verdadero redactor de algunas de ellas no fue su Ilustrísima sino un emigrado español. Pero no un emigrado cualquiera residente en Santo Domingo o Norteamérica, sino un famoso político socialista: Indalecio Prieto”.