Eran los años noventa cuando unas chicas japonesas se quedaron fascinadas por la manera de patinar de Philippe  Candeloro. Eran días sin internet ni smartphones, así que Yayo Matsuyama, una de las más entusiastas admiradoras del maestro del hielo, comenta que quería saberlo todo, todo, pero absolutamente todo, de él. Qué hacer, se preguntaba, y entonces pensó en ir a una biblioteca a buscar notas deportivas en diarios de aquel país. Claro, no entendía ni jota e incluso tuvo que pagarle a un traductor para saciar su curiosidad…

La figura del francés aparece en la memoria de los conocedores (no es mi caso) que se emocionan porque han empezado las olimpiadas de invierno. Juegos que, baste precisar, aún no he visto, ¿por falta de antena o de motivación?  Sé que son espectaculares las carreras en el hielo abrasador, como decía un poeta clásico, pero la verdad, me llama más la atención el duelo de la semana siguiente entre los chicos ricos del PSG, con Messi a la cabeza, digo, a los pies y los igualmente consentidos del Madrííí…

Ahora bien, este francés dejó constancia de un arte distinto, original y a la vez divertido, que lo acercó a la gente, en especial al sector femenino y hasta ganó medallas en un par de justas  olímpicas, en Lillehammer y  Nagano.

Las asiáticas no sólo recuperaban información del ídolo: qué si estaba casado; qué si era de Courbevoie, cerca de París; qué si el padre era italiano y en lugar de pizzas hacía muros; sino que le mandaban cartas empalagosas llenas de besos orientales y de lencería ídem., que eran revisadas por Olivia, la dueña de sus quincenas y que para evitar celos y maltratos (hacia él) pasó a su cuñadita la difícil tarea. Obviamente, las cartas no cesaban y tuvieron que contratar a alguien ex profeso…

En las finales de patinaje artístico de 1994, se vistió todo de negro y empezó a dar de giros al ritmo de la música de la película El Padrino. Original, osado, campechano, pues mientras sus rivales rusos y norteamericanos patinaban por enésima ocasión con Tchaikovski y pensaban más en puntos, al francés lo que le gustaba era disfrutar y compartir su alegría con el público. La opinión de los solemnes jueces lo tenía sin cuidado, quienes pese a todo, le dieron la de bronce…

En Nagano escogió a un personaje de su propia cultura y aunque sin espada ni sombrero (se lo puso al final) salió como un D’Artagnan posmoderno, con botas, ¿de cuero?, que le llegaban a la rodilla, guantes negros, bigote fino y una cruz en la espalda.

Las admiradoras que no dejaban de mandarle brasieres por correo aéreo, pudieron verlo en vivo y a todo calor (¿o es color?) y le aplaudieron sin pausas y se pusieron a arrojarle flores y otras cositas… Cuenta que además de la presea, se llevó como siete cajas de recuerdos que los tacaños de la federación francesa no quisieron pagarle a la hora de subir al avión.

Después, prefirió dedicarse profesionalmente a eso mismo y por supuesto, cada año hacía giras al Lejano Oriente. He visto un video en el que baila mejor que Travolta en su enfebrecido sábado por la noche, stay in the ice, ice, ice, ice…Luego se mete al graderío y abraza a un par de chicas al tiempo que simula desnudarse enseñando un hombro juguetón.

Me cuentan que don Philippe, además de las giras anuales, lo buscaron para que comentara las competiciones en la televisión de su país. Su lenguaje era simple y a veces hasta vulgar, pero dada su carisma, las expresiones impropias no le generaban antipatía…

Napoleón es un protagonista que nunca falta en un manicomio que se respete, pues así le gustaba también vestirse. Con casaca rojiazul y pantalones blancos, imaginaba que Waterloo había sido sólo un mal sueño…

Los que saben mencionan que él inició la llamada escuela francesa, en la que se inscribieron otros patinadores: trajes originales, música distinta, sin olvidarse nunca de la técnica. Incluso, hay un salto que lleva su nombre, Candeloro spin, le dicen en inglés. Consiste en ejecutar una pirueta y caer de rodillas y así, deslizarse varios metros como si nada.

Ya para terminar, recuerdo una novela en la que Roberto Bolaño nos lleva a una pista de hielo adentro de una mansión abandonada, donde patina una joven de lo más linda y que un día se cubrirá de sangre (la pista, no ella ). Pese a su talento, el escritor nunca pensó que algún Napoleón podría desplegar sus artes guerreras en la fría superficie. Por suerte tenemos a Philippe, que casi treinta años después, no ha dejado de usar el traje del general y aún le queda bien, insiste sonriente…