Dicen que el transporte público de Budapest es más eficiente que su gobierno. Lo primero me consta más que lo segundo, pues suelo tomar el tranvía para ir al trabajo. A esa hora pico, la gente, con su desconsuelo a cuestas (qué flojera, otra vez a la oficina), se incrementa con cada frenazo rutinario, con cada nuevo arranque. Por mi parte, trataba de leer para pasar el rato, pero mantener el libro y el equilibrio al mismo tiempo no era fácil, cuantimás si empezaba a distraerme con el paisaje de aquella mañana.
Por ejemplo, volví a reparar en los tres monjes budistas con los que había coincidido al momento de subir. ¿Qué tan normal es toparse con esos sacerdotes de “sotana” roja y amarilla en un lunes brumoso, como si se tratara de cualquier burócrata? No creo que compartan mucho más que las primeras letras del nombre de su dios y el de la capital de Hungría, aventuré.
¿Andarían turisteando tan temprano? ¿Irían a dar algún curso de yoga? ¿Los esperaban para una charla titulada: cómo convivir con el enemigo? Pues sabemos que desde hace mucho, los chinos tuvieron el pernicioso capricho de invadir el Tíbet, de donde, según yo, eran oriundos. Me hubiera gustado preguntarles por el Dalai Lama, su jefe mayor, pero tenía la excusa de que estaban hasta al final del vagón. Eso sí, nada les hubiera dicho si hubiéramos estado cerca.
El tranvía amarillo cruzaba avenidas y puentes sin mayor novedad que los empujones tímidos de sus tripulantes, hasta que una mujer empezó a gritar con ganas. Mi primera reacción fue que le reclamaba al inútil de su marido, como hubiera hecho Paquita la del Barrio, pero su furia verbal no la dirigía a su teléfono sino hacia el horizonte de desmañanados. Mis nociones de húngaro no van más allá del Jó napot kívánok para desear los buenos días, así que quizás le reclamaba al creador, al eterno primer ministro, a los muchos que empezaban a mirarla sin regocijo… No faltó el joven que, celular en mano, se puso a grabar la escena. El video debe de andar vagando en algún rincón del ciberespacio.
Volví a pensar en los monjes tibetanos, ellos sí que podrían ayudarla, qué importa que tampoco hablasen esa lengua a la que definen como aglutinante. Por lo menos podrían abrazarla entre todos, con calma, elegancia y una pizca de afecto. Sin embargo, habían desaparecido: se les hacía tarde para llegar al Centro Holístico La Flor sin Loto…
La doña gritaba sin importarle los tímpanos del prójimo. Sus alaridos eran violentos, estremecedores. ¿Era valiente esa forma de expulsar su rabia? Es cierto, el mundo es una porquería, sobre todo en una mañana fría de lunes. No es necesario pensar en los gobiernos nefastos, en el cambio climático, en la última tragedia de… El sólo hecho de recordar los pendientes laborales y las muchas horas que nos quedaban por delante, eran razones suficientes para berrear sin tregua. A lo mejor nada más habría olvidado su medicina diaria o se habría fugado de la clínica de “reposo” en un descuido de enfermeras y custodios que se saludaban junto a la máquina del café…
Si bien la mujer no tardó en bajarse en la estación de Nyugati, cuatro minutos de alboroto son demasiados. Además, si hay un pueblo discreto que odia más al ruido que a la autoridad incompetente este es el húngaro, dicen. Es de mala educación hablar fuerte y andar con los audífonos a tope en lugares públicos; en el mismo tranvía hay anuncios que te aconsejan guardar un silencio casi monacal.
Con tu música desafinada a otra parte le dije con la mirada cuando de pronto vi a otra chica. Ella si parecía inmune al griterío de tan concentrada que estaba en su lectura. La marea de gente nos había acercado por lo que pude distinguir algunas palabras. Sí, leía en español. Levanté mi libro a manera de saludo cómplice, pero ella ni cuenta, ella iba a lo suyo…
Si se baja igual que yo en la Plaza Oktogon sin duda va a la clase de 9 en Interlingua. ¿Quién será? ¿Una estudiante aplicada, una profesora que no conozco? ¿Española o de Venezuela? Quizás trabaje en un banco cercano, pensaba hasta que mis ociosas cavilaciones fueron interrumpidas por el chirrido del tranvía. Había llegado al destino. Los dos bajamos al mismo tiempo aunque ella enfiló a la izquierda (la escuela de idiomas está enseguida). No obstante, antes de separarnos me atreví a decirle en un castellano tembloroso y casi silencioso: “Qué estás leyendo”.
No, no era el momento de charlar sino el de esquivar a los que intentaban subir al monstruo amarillo. Me pegué tanto cuanto pude a la otra manada, a la que iba presurosa rumbo a la feliz oficina.