¡Qué tiempos aquellos en los que el disfrute de la lectura era un bien compartido! Puedo aún recordar a mí hermana Norma contarnos hermosos episodios de los Buendía, cuando Cien años de Soledad llegó a mi casa, como si sucedieran en nuestra propia familia. La cultura era entonces un deleite personal y al mismo tiempo se compartía de forma absolutamente natural sin la menor presunción. Escuchar a Béla Bartók en uno de los espacios íntimos la casa, disfrutar de su música sentados en las mecedoras en torno a una mesita de centro, era un gesto habitual que formaba parte de lo cotidiano.
Ahora, en estos tiempos donde todo parece evidenciarse y cobrar sentido solo a través de su publicación en redes sociales, con la famosa inteligencia artificial pisándonos los talones como un hecho imparable en cualquier ámbito del quehacer humano, el mundo se va volviendo cada vez más disforme e inasible para quienes aprendimos a vivir de un modo radicalmente distinto. La comunicación, la verdadera comunicación, es hoy un artículo de lujo de lo más caro. Lo cierto es que casi nadie escucha ni conversa en franca cercanía.
Natalia Ginzburg abrió -sin yo esperarlo- un grifo hasta ayer cerrado para mí y al hacerlo me obligó a reflexionar acerca de la soledad que poco a poco nos hemos ido imponiendo. Los escritores "modernos", al contrario de lo que sucediera en muchos otros momentos de la historia, no intercambian textos ni anécdotas como bien sabemos hicieron con frecuencia los protagonistas del famoso boom latinoamericano. Ahora nos hemos erigido archipiélagos solitarios o en el peor de los casos, enormes espejos bruñidos en los que reflejar nuestra sapiencia sin conexión alguna con el entorno. En otras palabras, carecemos de interlocutores válidos, esos a los que hace referencia la citada autora. Ella afirma que "quien escribe siente imperiosamente la necesidad de tener interlocutores. Necesita tres o cuatro personas a quienes someter lo que escribe y piensa, y hablar de ello. No necesita muchas: le bastan tres o cuatro. El público es, para quien escribe, una proliferación y una proyección de estas tres o cuatro personas en lo ignoto y en lo infinito. (…) Estas personas ayudan a quien escribe ya sea a no sentir por sí mismo una simpatía ciega, ya sea a no sentir por sí mismo un desprecio mortal. Le ayudan a defenderse de las sensaciones de desvariar y delirar en solitario"
Descubrir este interesante párrafo fue providencial para mí e inmediatamente envié el artículo completo a una gran amiga, junto a un vídeo en el que Mario Vargas Llosa lee fragmentos de antiguas cartas compartidas con Gabriel García Márquez y Julio Cortázar. Ella, sorprendida y emocionada por el hallazgo, comentó lo envidiable de aquellas palabras escritas y sentidas por autores de tan enorme talento "qué envidia más verde le tengo a esté tipo por tenerlas" comentó en tono jocoso para concluir. Lo verdaderamente importante, en el caso de esas cartas, es que contienen la evidencia del inmenso interés que unos y otros sintieron por obras ajenas a la propia. Su abierta admiración y esa indudable riqueza y generosidad por cultivar un tipo de relación sana y cercana, que sin duda y sin mucho ejercicio de imaginación, debió constituir un enorme apoyo para mejorar la actividad literaria de todos ellos.
Ahora bien yo no me quedé con la pelota en mi cancha y respondí a mi amiga en los siguientes términos: "No sé. No quiero ser engreído y tal vez lo sea aunque tampoco supone delito, pero cuando veo este tipo de cosas no siento envidia por ellos. Creo que yo también, en determinados momentos, he llegado a tener instantes llenos de ternura, leves destellos de "genialidad" con algunas personas a lo largo de mi vida. En medio de ciertos arrebatos de pasión e incluso de palabras iracundas, siento que hemos alumbrado esa clase de destellos brillantes. Tú, sin ir más lejos, has sido esa excelente interlocutora de la que habla Natalia Ginzburg. Me hubiera gustado tener, como ella dice, más de un confidente válido, es cierto y no voy a negarlo. Dios no ha sido dadivoso conmigo y sin embargo no puedo quejarme de mi infortunio ni tampoco lo hago. Al fin y al cabo ¡qué vamos a hacer! Así es la vida"