Siempre pensé, desde que era un niño, que yo tenía una manera peculiar y muy personal de mirar la vida. Había en mí un sosiego, una calma natural que me permitía esperar pacientemente el momento en el que las aguas se posaran para contemplar las algas aferradas a los troncos en sus profundidades. No voy a decir que me entusiasmara esta facultad, más bien me inquietaba, me impedía relajarme, como a los demás niños mientras jugaba a la rueda o a las canicas. De un momento a otro tendía a olvidar que estaba en medio de un juego y me ensimismaba observando a mi alrededor detalles imperceptibles para el resto de mis amigos de infancia. Yo observaba que Rubén, el niño más gordo de todos, tenía a menudo una mirada triste, profunda y que en determinados momentos llegaba al grupo evasivo y sin ganas de participar en nada, ni siquiera de brincar el trucano. Otras veces me daba cuenta de que María, la chica de las trenzas más bonitas que he visto nunca, nos había dejado atrás llegando a la edad adulta y que compartía con nosotros casi como quien asiste ya madura a una fiesta de niños. Yo era capaz de detectar esos pequeños detalles sin poder explicármelos ni tratar de hacerlo siquiera, tan solo los sentía.

En mi caso no se trataba de ese tipo de condición que delata la precocidad del genio, sabía y era muy consciente de mis limitaciones. Personalmente me sabía un desastre en las matemáticas, tenía faltas ortográficas impublicables… en otras palabras no calificaba en absoluto para ser considerado un muchacho especial. Nunca fui un fuera de serie y sabía que, a pesar de esa facilidad para percibir lo que otros pasaban por alto, yo seguía siendo un niño muy normal, si bien para algunas cosas mi sensibilidad era siempre especial. Recuerdo que solía quedarme horas muertas en un ventanal viendo la lluvia caer, mientras mis amigos disfrutaban dándose la gran mojada. Mientras les miraba arrobado y pensativo, les proyectaba sin quererlo en el tiempo. Anticipaba, como si de una película se tratara, la vida con sus hijos, con sus esposas y nietos. Penetraba en sus hogares de un futuro aún remoto y les veía discutir, reír, disfrutar con sus parejas. A alguno de ellos lograba descubrirle en su estado más puro, siendo tierno y amoroso con los más pequeños de la familia. Es ahora, ya superados los sesenta y subiendo las escaleras de mi apartamento, sin la agilidad de aquellos años, cuando entiendo por qué a veces me asalta la melancolía. Es ahora cuando, al fin, me doy cuenta del hombre simple que soy.