Anoche, después de muchas horas trabajando en unos libros que pienso publicar en el transcurso del año próximo, me senté en el balcón, me serví varios tragos de mi escocés preferido, con agua perrier, y durante un par de horas escuché a varios artistas dominicanos, todos amigos, entre los cuales estaba Aníbal de Peña, por supuesto. Los escuché y los celebré hasta la medianoche, cuando me retiré a mi habitación, si ni siquiera presentir.

¡Irónica es la vida, y también el destino! Cómo iba yo a pensar que, mientras escuchaba ese fabuloso manojo de canciones, esa misma voz afinada y hermosa, la misma que cantó al amor y a la patria con júbilo, estaba apagándose en algún lugar del mundo, pero allá en Texas. Imposible, ni siquiera imaginarlo.

Jamás pensé que me despertaría hoy lunes con la triste noticia de la muerte de este coloso de la canción popular, un ser humano íntegro y un artista de grandes dimensiones. Cada vez que muere alguien cercano y admirado, también morimos nosotros. Sé que es lugar común, pero en este momento no puedo decirlo con otras palabras, pues no están los ánimos de pláceme para hurgar en otra cosa que no sean la vida y la música de quien, indudablemente, deja en el país que ahora lo llora una huella que difícilmente el tiempo pueda borrar.

Me sucedió igual cuando murieron Juan Lockward y Anthony Ríos, artistas amigos a quienes siempre recuerdo con cariño y con la misma admiración y respeto que les tuve. Los ánimos se fueron al carajo y me hice, como ahora, muchas de esas preguntas que carecen de respuesta. ¿Por qué la muerte se empecina en golpearnos de esta manera? ¿Por qué la muerte se lleva los seres y las cosas que tanto amamos?

Por escribir y cantar el himno de la guerra de abril se le prohibió, durante muchos años, la entrada a Radio Televisión Dominicana. Pero Aníbal renunció a vivir bajo un régimen opresivo y prefirió exiliarse en los Estados Unidos. La revolución fracasó, pero no los principios del maestro ni su dignidad, del tamaño de este mundo.

Con su muerte, Aníbal ha estremecido al país tanto como lo estremecieron sus canciones y el himno que escribió, cantó y grabó en su voz para la primavera del 65, cuando el pueblo se levantó en armas contra un vil estado de cosas que aún persisten.

La muerte es la muerte, poderosa e invencible, sin adjetivos, sin piedad, sin comparación, y no perdona a nada ni a nadie viviente. Ahora solo queda la poesía de las hermosas baladas, los himnos jubilosos, la libertad que también Aníbal ayudó a construir, a pocos días del equinoccio de otoño, cuando se espera el descenso de las temperaturas y empiezan a renovarse las hojas de los árboles porque caen las otras, las muertas a las que cantó el poeta francés Jack Prévert. No así en la vida humana.

Entristecidos como estamos, hoy, no damos un adiós ni una despedida por la magnitud del hombre que evocamos, Aníbal de Peña, sino un hasta después, un hasta luego. Claro. Queda para después, en otro mundo, si es que hay mundos posibles ajenos a éste, el encuentro que habíamos planificado.