Pasaba la medianoche de aquel día de mediados de los años 90 del siglo XX. Poco común, pero ya yo dormía como un  lirón. El teléfono timbró. Vino el sobresalto. Buena noticia no podía llegar a esa hora, supuse.

Al otro lado, oí los gritos desesperados de una hermana. Mil conjeturas se arremolinaron en mi mente. La más palpitante: muerte de mi padre, don Curú.

Sobrecogido, le pregunté el porqué de sus llantos. Pasaron unos diez segundos para reponerse. Entonces, relató:

“Fui a la clínica y el médico me dijo que tiene que operarme de emergencia de la columna, mañana mismo, y que, si pasan más horas, me quedaré, mínimo, en silla de ruedas. Me dicen que debo depositar antes 25,000 pesos”.

-¡Veinticinco mil qué…! -atiné a exclamar.

Le recomendé que parara los gritos y me escuchara, mientras yo buscaba afanosamente en el cerebro alguna solución que le calmara, al menos, durante el resto de la madrugada.

-Espera a la mañana para ver qué hago-, le sugerí. Carecía de un peso en el bolsillo.

Pero la percibía aterrorizada. No comprendía eso de esperar. Creía que sus minutos de caminar normal estaban contados. El facultativo del centro privado se lo había asegurado.

Determinante, le advertí que “no te morirás ni te quedarás discapacitada porque esperes hasta ahorita, por la mañana”.

No había salido bien el sol cuando ya le preguntaba a un médico que laboraba en el hospital del Instituto Dominicano del Seguro Social, Salvador B. Gautier.

-Llévala por emergencia, allí le atenderemos seguido-, me recomendó.

Era tan grande el impacto psicológico en ella causado por la noticia de cirugía urgente en la columna prescrita por el médico de la conocida clínica que hubimos de cargarle para trasladarle hasta el hospital al norte de la ciudad.

Ya en la sala, con la hermana en silla de ruedas, no tardó en entrar discretamente un médico flaco y espigado, de piel clara, con lentes clásicos.

Se trataba del primer neurocirujano del país, docente, creador de la primera residencia de Neurocirugía de la carrera de Medicina en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, exdirector del Instituto Dominicana de Seguro Social, secretario de Salud Pública y jefe de residentes de Neurocirugía del hospital. Era el mismísimo Ney Arias Lora.

En su eterno tono bajo y como masticando las palabras, llamó a sus muchachos de residencia. Formaron ronda. Desde los de nuevo  ingreso hasta los salientes, les instruyó opinar sobre la radiografía que le habían hecho en la clínica a la joven.

Uno a uno, los jóvenes médicos aspirantes a especialistas fueron descartando daños que requirieran cirugía.

Al final, él ratificó el veredicto de sus alumnos y, sonriente, miró a la paciente: “Mire, párese de ahí y váyase tranquila a su casa”.

Eran mis tiempos de reportero investigador en el área de salud del diario estándar El Siglo y director de prensa y locutor de Radio Mil Informando. Muy comunes mis visitas a los centros de salud estatales con el ánimo de  construir historias positivas para mover la acción pública.

Hace una semana he vuelto al hospital, ahora perteneciente al sistema público. Me dejó muy mala impresión. Un amasijo de gente empobrecida en el ambiente ideal para enfermarse más de la cuenta.

Ese centro, fundado el 24 de octubre de 1951, debe ser intervenido con urgencia para convertirlo en un modelo regional de salud. Demasiados hitos guardan sus paredes como para dejarlo desfallecer: trasplantes de órganos, cirugías cardiovasculares, de riñones, plásticas y reconstructivas…

Muchos de nuestros mejores médicos y auxiliares han pasado por sus salas.

El Gobierno debe hacerlo por ellos, por Salvador Bienvenido Gautier, primer presidente de la Cruz Roja  Dominicana, primero en traer al país los rayos x y el autoclave, primero en realizar transfusión sanguínea; científico que viajó La Habana, junto al doctor Fernando Defilló, para realizar estudios sobre un medicamento contra la lepra.

Sobre todo, debe modernizarlo y convertirlo en orgullo nacional, por el bien de la salud de millones de usuarios pertenecientes a clases media y baja que no pueden ni entrar al “mercado persa” que representan muchas clínicas privadas orientadas a vaciar de un tirón el seguro de salud público.