Debo confesar que llama poderosamente mi atención el modo en el que el poder tiende a transformar a los seres humanos. El poder, casi siempre, nos convierte en seres engomados y artificiales en el abrazo; personas que no se permiten libertades ni reír a carcajadas. Hasta cierto punto el poder convierte a la gente en marionetas de su propio destino, atrapadas en su jaula. Son muy pocos los políticos, que yo recuerde, que logran romper esquemas y siguen mostrándose humanos a pesar de todo. Políticos que vuelan por encima de su propia investidura. No siempre se tiene el talante sencillo y la discreción de Angela Merkel, ni la madera y el coraje de Pepe Mujica o Barack Obama, por citar algunas raras avis.
En el caso de la excanciller sabemos que durante su largo mandato fue capaz de mantener su vida privada completamente al margen de su figura pública, alejada de cualquier tipo de boato y parafernalia. Conocemos que su esposo iba al supermercado como un hombre de la calle. Un hombre normal que realiza la compra de la casa con una lista de alimentos escrita por su mujer. Sabemos además que a la señora Merkel le gustaba preparar una tarta deliciosa mientras escuchaba La Traviata. En definitiva siguió siendo siempre quien era, ella misma. Logró preservar su modo de ser, común y corriente, muy por encima del puesto de enorme poder y responsabilidad que ostentó a nivel mundial. Un modelo desde luego muy distinto al de tantos políticos de mentalidad estrecha y limitada que pueblan este mundo.
Reflexiono al hilo de lo anterior y lo cierto es que muchas de las cosas que suceden es preciso vivirlas en primera persona para creerlas. No existe modo alguno de transmitir ciertas experiencias sin sentirlas en propia piel. Una tarde cualquiera almorzaba junto al menor de mis hijos en un modesto comedor. Mientras ambos disfrutábamos de nuestro arroz con habichuelas rojas y carne guisada vimos que a nuestro lado había cuatro individuos. Dos de ellos estaban sentados en una mesa contigua a la nuestra y frente a estos una tercera mesa estaba ocupada por otras dos personas.
Algo llamó enseguida nuestra atención. Cuando les observabas todo aquello parecía un escenario teatral a primera vista inexplicable. La pareja más próxima a nosotros no ingería alimentos ni tomaba nada. No hablaban entre ellos. Tan solo miraban hacia la mesa en la que un individuo introducía con un tenedor trozos de pollo horneado en su boca mientras miraba distraído su celular. Su compañero en reverente silencio le observaba comer. No había el menor diálogo entre ellos ni siquiera un cruce de miradas. A veces uno de nuestros vecinos de mesa se levantaba de la silla y llevaba su celular hasta el comensal, le hacía un breve comentario para regresar de inmediato mansamente a su posición anterior.
En un momento dado un joven se acercó sonriente al lugar y se mostró un tanto sorprendido al ver a aquel hombre que ajeno a todo seguía comiendo. Le llamó por su nombre y agregó al mismo el título de diputado. Entonces fui consciente, para mi sorpresa, de que ese personaje que comía ajeno al mundo y que estaba a mi lado es quien me representa en el Congreso. Sin que nada presagiara el mmovimient empujó de repente el plato de su mesa, se levantó intempestivamente del asiento que ocupaba y abandonó el local. Los otros hicieron lo mismo, como si fueran resorte de metal que estuviera dormido y de súbito rescataran su forma original. Le seguían con ciega sumisión, como se va detrás del rey de una república bananera que aún no ha logrado entender que su razón de ser es servir a aquellos que representa y no hacer alarde y vana ostentación de un puesto que solo es de carácter pasajero.