Hace poco escuché a una comunicadora costarricense quejarse amargamente de la violencia en su país. Sorprendido por lo que dijo sobre una nación pacífica y educada, pensé que estamos ante otra pandemia: la del crimen, fenómeno bajo estudio y de causales conocidas, variantes y facilitadores. Estos últimos tienen que tomarse en cuenta; revisaré uno muy nuestro.

En un cálculo sencillo, constatamos que la cifra de asesinatos, asaltos, violaciones, tráfico de drogas y corruptelas en las que participan militares y funcionarios es inmensamente mayor a la del número de estos que guardan prisión. Un resultado alarmante, pues comprueba que la mayoría de esos delincuentes conviven con nosotros, llevan uniformes o trabajan en dependencias del Estado.

Gracias a generales, políticos, amigos poderosos, cómplices de “alta gama”, parentescos ilustres y a una justicia mercenaria esa espeluznante cantidad de forajidos -armados y desalmados- gozan de libertad. La clase gobernante acostumbra a buscarles cotejo y servirse de ellos, indiferentes al peligro que representan para el resto, ya que, una vez devueltos a la comunidad, tarde o temprano vuelven a delinquir.

Detallando la trayectoria profesional del almirante homicida Alburquerque Comprés queda claro el prontuario delictivo que le acompañó a lo largo de su carrera y la típica manera en que pudo escalar posiciones bajo la protección de varias administraciones. Como él, encontraremos cientos de malhechores en posiciones de poder.  No hay que doctorarse en sociología para afirmar que una infestación criminal de esa naturaleza es peligrosa para la ciudadanía.

Buscando lealtades y conveniencias personales, militares y políticos minimizan crímenes y manipulan la justicia. Gustan de hacerse acompañar y obedecer por individuos capacitados para robar, espiar, matar y realizar fechorías de diseño. Confían en psicópatas leales, “capaces de cualquier cosa”. Los políticos se desviven por proteger antisociales y ganárselos como amigos incondicionales.

Esa tradición de amparar delincuentes es hábito propio de dictadores, mafiosos y políticos desaprensivos. Trujillo, cuando uno de sus esbirros o sicarios se extralimitaba, ordenaba degradarlos y hasta apresarlos. Pasado cierto tiempo, los reintegraba, asegurándose así lealtades perrunas y obediencias ciegas.

Balaguer siguió en lo mismo:  encumbró y devolvió propiedades a matarifes y torturadores de la tiranía.  Insultando a todo un país, entregó cada pedazo de tierra y cada centavo de su fortuna al sádico degollador Félix Bernardino, cuya maldad describe magistralmente Pedro Conde Sturla en sus artículos sobre “La Bestia”.

Esa práctica tenebrosa siguió. En la memoria tenemos a numerosos y legendarios sicarios que gozaron de libertad, convirtiéndose en asesinos del mejor postor. El oficial de la policía “La Soga” y docenas como él operaron dentro y fuera de los cuerpos castrenses con total descaro, igual como lo hacen hoy.

Una incontrovertible demostración del fatal contubernio que todos conocemos ha sido ofrecida por Nuria Piera, aireando una grabación del alcalde de Higüey. Este advierte a un comunicador que osó criticarlo sobre su jefe de seguridad. Detalla que el oficial dejó en la capital un cementerio de media docena de muertos, que es hombre “dispuesto a lo que sea” y que anteriormente estuvo al servicio de otro político, Gustavo Montalvo. Subraya la categoría del teniente, porque se lo envió el primo suyo que es general. Sin embargo, asegura el alcalde Cholitín, que es “un muchacho muy bueno”. ¿Bueno para quién?

Esa lenidad, dignificación y utilización de psicópatas es vieja entre poderosos y constituye un acto de violencia contra esta sociedad. Un facilitador innegable del crimen que siempre me ha hecho recordar el diálogo que escuché en una película de gánsteres entre dos capos: “Te voy a buscar un buen muchacho. Sabe matar, es inteligente y absolutamente leal”.