A finales de la década del sesenta del pasado siglo, doscientas mil personas ingresarían a trabajar en la mina de ferroníquel ubicada en Bonao para la empresa minera de inversión canadiense Falconbridge Dominicana (Falcondo).

Jorge Tejada e Ian Keith de Falcondo comentaron a su amigo Jonanthan Russin que la planta estaba lista, no así los arreglos de viviendas de ese personal. Además de las necesidades de vivienda, esa población requería servicios de salud y educación no disponibles en la localidad.

El grupo poblacional incluía unos trescientos ingenieros y técnicos junto a una empleomanía local que vivía en la zona o venía de otras regiones del país y se acomodaba con la comunidad de Bonao.

En sus memorias, el entonces asesor legal de la AID explica que los mencionados amigos le pidieron revisar las propuestas recibidas y este quedó sorprendido de que ninguna de las tres opciones presentadas a Falcondo considerara el problema social que eventualmente podría derivarse de la segmentación prevista en esos proyectos.

Similar a otros desarrollos mineros en Chile, las propuestas elaboradas por firmas de ingeniería organizaban las viviendas para favorecer con mejores facilidades residenciales a los empleados foráneos, tales como un club social y otras ventajas que solo podían pagar aquellos con los mejores salarios en su mayoría extranjeros.

En Chile, este tipo de solución había provocado lamentables consecuencias en torno a los yacimientos de cobre en los que la población acusó a Kennecott Copper Corporation y a Anaconda Copper Mining Company de explotación basada en bajos salarios. La crisis laboral en el país suramericano estuvo asociada a la creación de barrios de lujo para el personal extranjero, conocidos como Ghettos Dorados, duramente criticados por los sindicatos chilenos a inicios de los años setenta, explica Mr. Russin.

“Los consultores de Falcondo estaban cometiendo el mismo error que contribuyó a la elección de Salvador Allende, que propuso una reforma constitucional para permitir la nacionalización de las minas y transferir los yacimientos de cobre al estado chileno. El resentimiento contra las empresas de cobre era tan significativo que el Congreso de Chile pasó la reforma a unanimidad de votos”.

El joven abogado Russin tuvo la oportunidad de presentar a Falcondo un plan alterno basado en la creación de una asociación de ahorros y préstamos en Bonao, una localidad que hasta el pasado reciente había sido caracterizada por presencia de Petán Trujillo, hermano del dictador. La única contribución de Falcondo sería asegurar el 10% de inicial para los empleados que cumplieran con la calificación bancaria para el otorgamiento del crédito.

Todavía quedaba el tema de los empleados de alto rango. La arquitectura legal que propuso el abogado fue dejar entre los lotes disponibles, solares que pudiesen ser adquiridos por los residentes de Bonao con esa capacidad adquisitiva, a fin de cohesionar a los funcionarios de Falcondo con la comunidad local en calidad de vecinos y evitar la mala práctica de las empresas de cobre con inversión en Chile.

Justo cuando se disponía a volver a los Estados Unidos de América para emprender su práctica privada, Keith, le ofreció quedarse como asesor externo en recursos humanos de Falcondo, que el segundo declinó.

Con su acento canadiense, explica el norteamericano en sus memorias, le convenció de cargar su tiempo por horas facturables al estilo de las firmas estadounidenses. También, la posibilidad de que el tiempo facturado por esa oficina externa a ser creada por Russin fuera reconocido por la empresa como trabajo legal.

“Wao, esto no lo esperaba. La empresa me aseguraba más de la mitad del tiempo facturable por dos o tres años. Eso significa que podía mercadearme en las firmas de Washington con Falconbridge Dominicana como un cliente comprometido, que básicamente cubría mi salario en cualquier oficina de abogados. Los prospectos eran favorables”.

Mientras Richard Nixon se instalaba en la Casa Blanca, el hijo menor del matrimonio Russin nacía en Santo Domingo, al tiempo que se celebraba un memorable almuerzo entre Jonathan Russin con sus colegas Charlie Kirkwood y Jay Kaplan en el Restaurant Arbaugh, famoso por sus costillitas, de la avenida Connecticut de la capital estadounidense, en el que se puso en movimiento un proyecto.

Kaplan, otro pasado funcionario de la AID, tenía una firma en Washington desde hace un par de años y convocó a los dos amigos para plantearles una estrategia de negocios, basada en la instalación de oficinas en territorios donde la AID y otras instituciones invertían para su desarrollo.

Kaplan y Kirkwood habían viajado al Sudeste Asiático con ese propósito. El último residía en Bangkok, Tailandia, donde había instalado una firma hacía dos años. De ambos el autor destaca su gran habilidad para la negociación.

Se sumó al grupo Sesto Vecchi, colega con una oficina en Vietnam, instalada en Saigón desde hacía dos años, que luego debió trasladar su práctica a Tailandia y Nueva York por motivos del cambio político en esa nación.

Vecchi les sobrevive y se encuentra al frente de esa oficina en la hoy Ciudad Ho Chi Minh, donde llegó cuando se llamaba Saigón en 1964, como comandante de la marina estadounidense. En los años noventa, luego de veinte años de espera, me tocó estar cerca cuando se reabrió la oficina de Vietnam, prueba de que el modelo negocios inicial era rescatable y sostenible.

Es importante destacar que mientras estos emprendedores abrían a la vez oficinas conjuntas en el Sudeste Asiático, Santo Domingo y posteriormente en otras jurisdicciones enrutadas al comercio internacional, no había oficinas integradas en los países en vías de desarrollo.

“La única firma estadounidense que tenía oficinas de ultramar era Baker Mckenzie” explica Mr. Russin.

Así el 12 de julio de 1969, mismo día de nacimiento de Benjamín, el hijo nacido en tierra dominicana a Jonathan y Toni Russin, quedó incorporada la nueva firma internacional Kirkwood, Kaplan, Russin & Vecchi, un negocio legal diferente al del resto de los bufetes jurídicos en República Dominicana.

Esto ocurre en un contexto en que lo estadounidense no era necesariamente bienvenido en nuestro país, agrego a las notas de Mr. Russin, quien distingue a la oficina Troncoso y Cáceres por haber defendido su oferta en buena lid y acallar el rumor contra la nueva firma que, por sus siglas KKRV, fue acusada nada más y nada menos por la Asociación Dominicana de Abogados (Adoma), de ser un capítulo del Ku Klux Klan.

En sus memorias Mr. Russin destaca por igual a otros abogados dominicanos y estadounidenses que formaron firmas en nuestro país, que cambiarían la práctica legal, en el modo en que ya toda firma grande, mediana o pequeña dominicana opera, tales como William Headrick y Luis Heredia Bonetti.

El primero llegó en 1974 a Santo Domingo luego de realizar estudios en la Universidad de Puerto Rico. El segundo venía de prestar servicios en Naciones Unidas y luego de una formación en Georgetown University, se alineó al nuevo estilo corporativo de la función legal aunado a labor formativa del derecho empresarial.

No es extraño encontrar en cualquier bufete dominicano el sistema desarrollo de carrera de paralegales, asociados, asociados senior y socios, así como modalidades variadas de facturación para satisfacer las demandas de la clientela extranjera.

Esto lo trajo Jonathan Russin a la República Dominicana.

Mi contacto con él ocurre a partir de 1988, año en que ingresé como asociada a la entonces Kaplan, Russin, Vecchi & Heredia Bonetti. A poco tiempo de ingresar a la firma, tuve la oportunidad de trabajar algunos asuntos bajo su supervisión.

Creo que solo fue porque me sentaba en un pequeño despacho cerca del suyo, el motivo por el que me eligió para algunas tareas retadoras que contribuyeron a mi formación. También desde allí, resulté testigo de excepción de su meta de abrir una oficina en Moscú en los años de la Perestroika. Para Mr. Russin, estadounidense de origen ruso-ortodoxo la consecución de esa meta fue un motivo de dicha.

Varios de mis pasados compañeros de trabajo fueron invitados a entrenarse más de cerca con él en las oficinas de Washington, donde además eran bienvenidos por los Russin a visitar su casa. En su apartamento de Santo Domingo, el staff completo de abogados fue invitado más de una vez a disfrutar de la gastronomía dominicana elaborada por la señora Toni y su personal doméstico dominicano.

Los anfitriones encantaban con anécdotas divertidas o paseos guiados por las paredes de su hogar decoradas con cuadros de los mejores pintores dominicanos.

Uno de esos primeros asuntos en los que, gracias a él, me tocó trabajar, se trataba de la compra de un terreno para el desarrollo de un hotel en el litoral este del país. Aprendí de la capacidad de mi supervisor de ganarse el respeto no solo del cliente, sino de la contraparte de negocio, que en ese caso era una familia tradicional de origen rural, representados por un patriarca higüeyano con mucha personalidad y fuerte presencia.

No tardaron en aparecer oposiciones y litis sobre los terrenos registrados, que ponían en riesgo el proyecto del inversionista español que nos contrató, puesto que la propiedad estaba en manos de una sucesión donde los familiares tenían intereses y estilos diferenciados.

Mr. Russin se ganó el respeto de ese hombre de campo dominicano, no por ello menos hábil para los negocios que el estadounidense o el inversionista español al que representábamos. El abogado jamás puso en juego la dignidad humana de ese caballero, ni siquiera ante nuestra sospecha de posible ánimo doloso proveniente de algunos sucesores en detrimento de nuestro cliente.

Mi supervisor se ganó el respeto de ese dominicano que me decía cuando le convocaba a revisar los contratos y documentos a nuestra oficina: “Mire Srta. Noboa (licenciada ni de asomo), yo solo acepto lo que quiere su cliente cuando don Jonathan venga de Washington y me lo explique”. Y así ocurrió.

Mr. Russin disfrutaba sentarse con el patriarca y nuestro cliente a discutir los planos elaborados por un arquitecto dominicano para la construcción del hotel, las ventajas de desarrollo que esa operación traería a la comunidad, para entonces remota e inaccesible, que quedaría enlazada por una nueva carretera de acceso que el inversionista ponía en la mesa.

Si hubo intento doloso de algunos miembros de la familia de vendedores del terrero contra nuestro cliente, entre el Mr. Russin y el patriarca juntos lo impidieron, gracias a un feliz acuerdo ganar-ganar.

Nunca olvidaré las dos bolsas gigantescas de billetes en efectivo provenientes del Chase Manhattan Bank a nuestras oficinas en el edificio La Cumbre custodiadas por la seguridad del banco, forma del pago que el patriarca eligió porque no creía en cheques ni transferencias, solo en la serenidad de Mr. Russin para cumplir con esa solicitud que a mí me parecía excéntrica.

Aprendí de Mr. Russin en el calor de esa operación, cuando tendría yo no más de dos años de egresada de la academia, que el gesto amable y la búsqueda de un punto de encuentro son fundamentales en la práctica transaccional y el final más feliz para un litigio.

Luego de cada reunión con el patriarca exigente, el cliente con cara de asustado y nosotros, se sentaba a explicarme lo que había pasado, qué debía aprender de esa negociación, y lo más importante, cuáles elementos de la práctica legal todavía me faltaba perfeccionar, que para la fecha eran bastantes.

Remito un abrazo a solidario a la Sra. Russin, así como a los hijos, nietos y demás familiares de mi antiguo superior. Gracias por compartir con esa obra íntima de acceso limitado las reflexiones de su pariente, así como por venir a Santo Domingo a cambiarnos un poco a muchos la vida.

Entre nosotros, Mr. Russin será recordado como un buen dominicano por derecho