"La literatura no es lo único poético. La vida también es poética. El mero hecho de escribir literatura no nos convierte en personas especiales. En verdad, en casi todo lo que hacemos dependemos de la mirada de la gente que no escribe literatura". Herta Müller

 

La literatura es un auditorio de pocos espectadores, me reitero con frecuencia a mi mismo casi como un mantra personal. Y con sinceridad así lo pienso. Realizar el viaje hasta alcanzar dicha conclusión es un proceso largo que  ha de llegar acompañado de una enorme carga de humildad. Es un recorrido en el que se van perdiendo escamas por el camino hasta quedar como un pez sin masa que lo cubra, flotando solitario en alta mar. Uno se siente cada vez más aislado en este oficio, sin embargo y contrariamente a lo que se pueda pensar, la vinculación con el mundo cotidiano se estrecha y se hace más profunda.

 

¿Cómo podría explicarlo? Personalmente considero que se produce el aislamiento necesario a tal fin cuando se establece una prudente distancia con respecto al variopinto universo de los mal llamados literatos de profesión. Esa, cada vez más creciente, cantidad de artistas cargados de petulancia que de una u otra forma acaban por imponer su propia ley. Personajes que como cardumen se mueven con innegable soltura en las más diversas ferias y eventos literarios para ser vistos y nadar bien expuestas sus agallas en sus procelosas aguas.

He asegurado que la soledad y el retiro provocan una estrecha relación entre el escritor y ese diario y rutinario acontecer de la existencia. La naturaleza de esta condición ha de ser, a mi modo de ver y he reflexionado mucho sobre ella, íntima y secreta. Una especie de confesión casi mística donde expiar tus pecados y tus culpas frente a la página en blanco. Todo cuanto circunda mi entorno acaba por introducirse en mi personal historia de terco narrador. Solo un ejemplo. Asisto a  actividades repletas de escritores y aunque nadie lo sospeche,  al tender con amabilidad mi mano oculto en ella una granada. Hablo por supuesto simbólicamente. No soy un asesino. Ellos, los autores en su inmensa vanidad, no son conscientes de que han sido eliminados por mí.  En otras palabras, deben ustedes saber que yo personalmente acudo a ese tipo de eventos para prestar mis servicios como fumigador literario.

 

No hay, lo aseguro, en este proceder animadversión ninguna. Nada tiene que ver con una actitud de desprecio, ni de odio. Nada más lejos de la realidad. Muchos de ellos me caen francamente bien. Lo hago solo como un mal menor. Trato de  evitar que estos individuos se propaguen como follaje invasivo distorsionando el paisaje y nos impidan ver una variedad cada vez más escasa y ya casi en auténtico peligro de extinción: el verdadero escritor. Sin pizca de malsano orgullo estoy firmemente convencido de que en el más allá tipos como Jorge Luis Borges, Thomas Mann o James Joyce aplauden con entusiasmo mi labor. El ventanal del hogar que habitan se ha de tornar así más amplio, más limpio y saludable el aire que respiran .

 

Ahora bien, tal vez se pregunten y estén ansiosos por saber cómo se aproxima un escritor al territorio íntimo y sagrado de la literatura,  que como ya van intuyendo nada tiene que ver con el pomposo espectáculo de ferias literarias y encuentros internacionales de pavos reales. Lo cierto es que hay en todo este proceso algo tan especial que disfruto enormemente el hecho de poder explicarme en este sentido y confesarles la forma en la que yo  intento acercarme. Puedo ser por esta causa, lo advierto de antemano, demandado en cualquier comisaria policial ya que voy a delatar mis más profundas e inconfesables intenciones.

 

Vivo en un edificio de apartamentos compuesto por seis viviendas individuales. Yo resido en el tercer nivel. El primero y segundo piso están ocupados por inquilinos, individuos anónimos a los que uno no llega a sentir apenas en todo el día. Si fueran personas gracias a las cuales yo pretendiera vivir de las letras pasaría sin dudarlo mucha hambre. Para ser sincero no generan historia alguna. Nada que contar. Son sujetos invisibles. Con suerte y muy de tanto en cuando les veo llegar, pero una vez que entran en su apartamento creo que deben perderse entre la maleza del televisor. Hay sin embargo y para mi gran regocijo  en el primero izquierda un chófer del transporte publico. Un hombre  escandaloso, zafio, vulgar y sin un ápice de sentido de la convivencia. Su presencia, nada más mudarse, inundó al vecindario de una fetidez insoportable. Él, en su inabarcable estupidez, no puede llegar a  imaginar lo mucho que le odio. El piso situado justo encima de su apartamento está ocupado por otros seres igual de anónimos que el resto. Parece ser que tuvieron la desgracia de aterrizar en el lugar equivocado. Realmente no sé  cómo pueden sobrevivir en medio de ese terrible caos. Si seguimos ascendiendo un nivel más y nos situamos frente a mi apartamento, podemos comprobar de inmediato que estamos ante las puertas del mismísimo infierno. No es que lo habite el demonio propiamente dicho, pero puedo asegurarles que mi vecina puede perfectamente representarlo en la tierra.

 

Ella comparte la vivienda con su familia y desde que amanece pasa el día entero peleando con unos y otros a tal volumen que yo no logro escribir ni un solo verso que no esté contaminado por el profundo desorden auditivo que provoca esta señora. Lo cierto es que no puedo, me es totalmente imposible vivir en santa paz. Esa anhelada paz que tanto necesito. Y es aquí, justo en este punto de mi historia cuando se confirma  mi brillante teoría que concluye que el mundo de la literatura es  auditorio de pocos espectadores. Y es así ya que solo yo sé en mi fuero interno – y ahora ustedes por supuesto – de mis macabras intenciones. Quiero matar a mi vecina. Sí, lo confieso. Necesito matarla. Ésta es desde luego mi intención y mi único propósito desde hace ya algún tiempo. Voy a narrar una historia en la que su rebelde nieta, una adolescente que vive acosada por su abuela -un ser necio que no le permite tener una vida plena y feliz- le  echará en su café un potente veneno capaz de matar a un elefante. Un veneno del que por supuesto no podrá escapar. Hoy por ejemplo he pasado la mañana tratando de organizar el relato, aunque lo cierto es que no he podido  lograrlo. Me faltaron agallas.

 

Y ahí tienen ustedes las claves. Ahora pueden comprender un poco más este oficio, que ya ven poco tiene que ver con el glamour de una feria ni con festivas puestas en circulación de nuevos libros. El radio de acción de un autor, su savia y su alimento está más bien circunscrito a un pequeño espacio y abarca, por suerte, un núcleo mucho más restringido.