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Daphné Menard El Peregrino y Simón Rodríguez en la Quinta Dominica – © Maksaens Denis

Dicen que la belleza, como la luz del sol, entra por la puerta o la ventana. Nomás hay que levantar el pestillo, abrir tantito y dejarse inundar. Dicen también que el arte sana y que la música hermana. Algo así aconteció en días pasados, a principios de este mes de septiembre, en el concierto del artista Daphné Menard, El Peregrino. Cantó, dejó salir el alma y todo se inundó de luz.

Originario de Puerto Príncipe, allá en el dolido y convulsionado Haití, el cantante ofreció –a modo de agradecimiento a esta tierra dominicana donde reside desde hace meses y donde se siente arropado- un recital en el esplendoroso jardín de la Quinta Dominica, en las entrañas mismas de la zona colonial: un rincón cuasi secreto que conjuga el verdor de las frondosas matas que lo pueblan con los tonos ocres de los vestigios de sus paredes atravesadas por siglos de historia en su haber. Como un mapa antiguo, tatuado de tierra, piedras, orificios y herrumbres del tiempo, uno de esos muros fungió de fondo para el escenario donde el cantante, vestido de inmaculado blanco, alzó su prodigiosa voz.

Tras unos segundos de ensimismamiento a ojos cerrados, levantó lentamente el mentón, miró directo a los corazones de los que estábamos ahí presentes y entonces entonó Amarilli mia bella, una pieza temprana de ópera italiana de mediados del siglo XVI, que reafirma en seis versos repetidos una y otra vez como mandala, el amor incondicional.

Acto seguido interpretó, conjugándola en un dulce femenino, la canción más célebre de Edith Piaf (Quand elle me prend dans ses bras, qu’elle me parle tout bas, je vois la vie en rose…) para proseguir luego con un amplio y rico repertorio donde se alternaron composiciones propias cantadas en creole con piezas tan diversas como el Cucurrucú paloma de México, Redemption song de Bob Marley o una canción de cuna de su país natal; país –como afirma en una de sus melodías- que, desde la distancia, de este lado de la frontera, le duele, le duele mucho, pero no puede dejar de querer.

Y es que, parado en una profunda identidad caribeña-insular, Daphné Menard, El Peregrino, embalsama todas sus interpretaciones con una combinación sobrecogedora de memoria musical de su tierra de origen, permeada por reminiscencias rítmicas africanas, susurros que mecen el oído y erizan el vello, silencios que dejan suspendidos al oyente al borde (no de la muerte, sino de la vida) y tonos altos de su voz que, cual los castrati de antaño, sube, sube, sube, sobreponiéndose a la gravedad de los bajos y, también, de las heridas.

Lo acompañó en la guitarra, Simón Rodríguez, un músico venezolano, que manejaba las diez  cuerdas de su ancho instrumento parecido a un laúd barroco, como las líneas de su mano, es decir con soltura, pero a la vez con la determinación de quien sabe su camino.

El concierto culminó con un Gracias a la vida, de Violeta Parra, que, arrullando la despedida, derivó en un mèsi, mèsi cual canto sagrado. Y sí, no queda de otra: agradecer a los músicos por tan maravilloso concierto, pero también a la Quinta Dominica que, a través de su directora, acogió el espectáculo, y al Centro Cultural España, principal auspiciador, por generar conjuntamente las condiciones y los espacios, como éste, tan necesarios para el encuentro y la conciliación a través de la cultura y la belleza.