Una experiencia que quizás sea común a todas las personas es la de tener algún lugar en el que se sienten confortados. No es solamente sentirse bien, que para eso puede haber más de un lugar. Más bien, es esa sensación de que estás donde debes estar, haciendo lo que tienes que hacer, viviendo como debes vivir.

No siempre el lugar es “un lugar”. A veces es una persona, o un grupo de amigos y compañeros. En muchísimas ocasiones es la realización de una actividad específica que te deja la certeza de que vivir el presente con generosidad y esperanza es una utopía realista y posible y por lo tanto puedes confiar en que con tu participación, el futuro tuyo y de otros puede ser mejor.

Ese “lugar” suele estar vinculado al amor  —tanto al que recibimos como al que damos—; un amor que te cambia, que te regala una mirada distinta sobre las personas y las cosas, sobre el mundo y, muchas veces, sobre Dios.

Ocurre en ocasiones que la vida se te vuelve una especie de anagrama: así como al cambiar el orden de las letras de una palabra obtienes otra palabra distinta —como es el caso de las palabras “Roma” y “amor”—,  si cambias el orden de las prioridades conseguirás llevar una vida diferente y encontrar ese “lugar”.

A veces una herida personal nos transforma de tal manera que nuestras prioridades se reordenan y comenzamos a vivir de un modo distinto las batallas que tenemos que enfrentar cada día. Que por cierto, tener que luchar por algo nos toca a todos, pero es bueno recordar que aunque no siempre podemos escoger las batallas en las que dejamos el alma, sí podemos elegir junto a quienes queremos combatirlas.

Muchas veces el proceso personal que viven algunas personas y los encuentros que tienen a partir de sus propias heridas resuena en otras, de tal manera que invita a vivir la cotidianidad con más agradecimiento.  La herida que sufrió Ignacio de Loyola en batalla, por ejemplo, permitió su encuentro con un Dios que él no conocía. La experiencia le ordenó sus deseos de tal manera, que su recorrido interior se convirtió en una espiritualidad que ha conducido y sigue conduciendo a muchos a vivir de tal forma que el aprecio por lo sencillo, el agradecimiento y la compasión definen el modo en que se relacionan con sus semejantes y con toda la creación.

Esta ha sido la experiencia de quienes formamos parte de SERVIR-D, el Servicio de Voluntariado Ignaciano de la República Dominicana, una comunidad de encuentro enraizada en un deseo:  la construcción de un mundo mejor a través de la búsqueda de la fraternidad y la solidaridad.  Para nosotros el voluntariado ha sido lugar, actividad y comunidad que nos ha dado misión y trascendencia, algo muy parecido a lo que experimentó Ignacio cuando pasó por aquella capilla en las afueras de Roma en octubre de 1537. Según se cuenta, allí Ignacio vio claramente que Dios le colocaba junto a Jesús crucificado. La estadía en Roma pasó entonces a ser una cuestión de amor por los crucificados de este mundo.

 

De ahí que el servicio basado en la espiritualidad ignaciana es posible para todos, incluso aquellos que no son católicos, que no se identifican con un credo religioso específico o que no se reconozcan como creyentes. El contacto con la realidad de tantas personas en situaciones vulnerables va dando forma a nuestra espiritualidad (y viceversa).  Vamos descubriendo que ante situaciones de injusticias tan graves como las que se viven en nuestra sociedad, no basta con la mera suma de acciones individuales, sino que se necesitan respuestas colectivas, y junto con ello, el valor de lo comunitario y la necesidad de cuidar y cultivar la esperanza de otros. Todo eso es también espiritualidad, la expresión de quiénes somos, del anhelo que nos impulsa, del amor que nos alienta.

 

Quienes dedican tiempo y esfuerzo a mejorar la vida de otros en condición desfavorable tienen una certeza parecida a la de Ignacio de que una vida con sentido se posiciona del lado del que sufre. Las diferentes situaciones y experiencias reordenan las prioridades, las razones de sus luchas y sus esfuerzos.

 

Las personas que conscientemente deciden poner tiempo y talentos al servicio de los más vulnerables experimentan un cierto tipo de alegría que se encuentra al discernir opciones de colaboración para la construcción de un mundo más justo, en encontrar caminos nuevos de esperanza, en centrar el juicio y el pensamiento en la transformación de una realidad que aunque muchas veces es conflictiva, regala enseñanzas y sanación, pasión y devoción, amistad y encuentros, y esto, cuando se vive espiritualmente, se traduce principalmente en un ardiente deseo de buscar en todo amar y servir.