En el 1992, cuando me mudé a Chicago, tuve la oportunidad de leer el libro de Donald Norman “The Design of Everyday Things” (El diseño de las cosas cotidianas, 1988), una introducción fascinante a la conexión entre lo cognitivo y la usabilidad. Viviendo en Chicago, ciudad cumbre del diseño y arquitectura norteamericana, trabajando como director de servicios internacionales en el Illinois Institute of Technology, lugar desde donde enseñó Mies van der Roos (quien acuñó la frase “menos es más”), era fácil esconderse bajo las líneas y curvas de todos los sueños arquitectónicos legendarios, descubriendo el por qué del por qué algunas puertas giran y otras abren (por mencionar un ejemplo). Desde ese entonces no hay ningún diseño que escape a mi observación crítica.
Por ello, disfrutar del remanente del Pueblo cuando llegué a Las Terrenas hace 20 años y verlo resurgir de las cenizas (pero no como el Fénix) bajo un diseño aburguesado e insípido, aunque colorido, para luego ver el desastre bien intencionado del ministro Collado en su primera propuesta, no podía más que sentir lo fácil que es manipular oportunistamente los sentimientos de una población con fines confesos e inconfesos, aunque siempre bajo el esquema de “lo que el pueblo quiere”.
Algunas puertas giran, otras abren, otras no se entienden. El pueblo no se expresó ni contribuyó al diseño del último Pueblo que se quemó, pero el mismo capturó la imaginación. En la última versión de Collado, la gente no sale de su asombro y es encomiable que se hizo una “consulta” aunque post facto, ya que un buen diseño debe partir desde el lugar donde comienzan todos los buenos arquitectos: el concepto del dueño.
Y es que el Pueblo no ha tenido dueño. Francisco Javier se constituyó en dueño por razones políticas muy oportunistas y logró su propósito cuando todos le rindieron pleitesía con su conquista. Nuevos “dueños” enmarcados en lo esquemáticamente financiero heredaron el renacido Pueblo. Llamarlo ahora “esencia” es, hasta cierto punto, desvirtuar la esencia del origen y su significado, porque no hay una sino varias.
Es increíble que en una “Ciudad de Dios” personas de fé defiendan el centro de todo lo bacanal e impúdico que se exhibía allí. Eso es quijotesco. Quizás la testarudez macaboniana detrás de esa fijación con lo desaparecido se presta para esa narrativa quijotesca, pero al igual que los molinos de Cervantes, no tenemos suficientes Sanchos en el pueblo para hacernos descubrir la única y verdadera realidad: que el Pueblo ya no existe.
En el fondo, el pueblo vive los resultados de un trauma que no acaba de entender, después del cual no hubo visita al terapista y del cual permanecen la resaca de una gran pérdida, simbólica (porque el Pueblo no era del pueblo), pero sentida. Entonces todo estos conflictos, argumentos y dilemas sobre la reconstrucción son en verdad el reflejo de algo complejo: cognitivo, sicológico, emotivo, político, social, económico y más. La gente quiere resolver los traumas del desastre y cree que volviendo a lo anterior es la mejor terapia, como el cónyuge abusado y maltratado que sigue volviendo a que le den más golpes, la lucha quijotesca contra los molinos.
Y cuando se construya, como en verdad se va a construir, en el mismo sitio y con similares características, el pueblo se sentirá victorioso, pero no como se sintió el rey Pirro de Epiro después de su desastrosa victoria en la Batalla de Heraclea contra los romanos, sino victorioso sin saber el por qué. En ese sentido, David Collado es un “habilitador” (enabler, como lo fue Francisco Javier, y como son los políticos tradicionales) en el sentido que contribuye a la permanencia del trauma en lugar de ayudarnos a confrontar la realidad y no solamente medioambiental.
Collado puede (y lo hará) hacer lo que más le venga en gana porque tiene el poder y la bendición del presidente, así como Francisco Javier vino a dar su bendición (con el León presente) al complejo turístico que más ha depredado los humedales de Las Terrenas. Esa es la prerrogativa del poder.
Solo ruego que cuando el mar o el río se entren no haya ni lloro ni crujir de dientes, sino la satisfacción pírrica de haber logrado lo deseado en contra de todo y de todos los que abogamos por una NUEVA esencia, más real, más auténtica y más beneficiosa.