Las cuatro entregas más recientes de esta columna sabatina en Acento  han estado centradas en el  Concordato; los diferentes momentos de nuestro devenir histórico en que se procuró, por parte del Estado dominicano, suscribir con la Santa Sede este instrumento vinculante y  , finalmente,  las incidencias que culminaron en su negociación y firma el 16 de junio de 1954.

 

Aunque inicialmente no tenía por propósito dedicar más de cuatro columnas al tema, puesto a reflexionar, me ha parecido oportuno dedicar un artículo adicional al referido tema, y esto así, porque a lo largo de la crisis suscitada entre el régimen de Trujillo y la Iglesia tras la publicación de la histórica Carta Pastoral de enero de 1960, y especialmente, tras la frustrada aspiración de Trujillo a que le fuera otorgado el ansiado título de “Benefactor de Iglesia”, el Concordato firmado con la Santa Sede en 1954 devino en objeto de controversia.

 

El régimen usaría frecuentemente todos los medios propagandísticos a su alcance para promover su supuesta “denuncia” del referido instrumento internacional, es decir, el mecanismo establecido  por el derecho internacional mediante el cual un Estado parte decide  desvincularse unilateralmente de un acuerdo o tratado.

 

A finales de noviembre de 1960, el tema volvió a resurgir con  especial intensidad. Como era costumbre, se buscaba la opinión de un  profesional independiente que motorizara el debate con una misiva enviada a la dirección de los periódicos más importantes, especialmente “El Caribe”, medio de propaganda del régimen conjuntamente con el periódico La Nación.

Monseñor Beras durante una bendición en la era de Trujillo.

La misiva que posicionó el tema venía escrita por el Dr. José del  Carmen Álvarez González, remitida a la dirección de El Caribe en fecha 23 de noviembre de 1960.

 

En ella indicaba que:

 

La mejor época, el mejor momento, se va a pasar, de que el  Gobierno Dominicano se desligue de las complicaciones que origina  a la sociedad en su mayoría el Concordato Canónico pactado entre  la República Dominicana y el Vaticano.

La Iglesia traicionó como bien se sabe al Gobierno Nacional,  después de haberse ocupado este de protegerla, fomentarla y de darle  el honor y el prestigio de ser la Religión Oficial del Estado. Que muy  bien podría ser otra a juicio o deseo soberano de nuestro gobierno.

El Concordato tiene una función moral que llenar en una sociedad;  pero no es aplicable en el nuestro, a cientos de miles de dominicanos  que no son Católicos. Más otros libres pensadores que no comparten sus sistemas, Ejemplo: en una pareja sólidamente enamorada entre sí, es decir  futuros cónyuges, puede producirse un desagradable y definitivo  rompimiento en sus relaciones, al aclarar finalmente sus posiciones en cuanto al concepto religioso. El hombre puede tener un concepto  independiente en materia de religiones y sectas. Y la mujer podía ser una católica en el más alto grado. Ante este caso; si el matrimonio  llegase a realizarse, no tendría el necesario buen entendimiento que naturalmente reclama. No obstante el amor puede seguir existiendo  entre ambos esposos. Casos numerosísimos los hay en el país.

El actual Concordato exige la eterna unión entre los cónyuges  hasta que los deshaga la muerte. Este es un necio y gravísimo error.  Pues los humanos no somos perfectos desde el mismo instante de ser engendrados, por lo tanto es falso sostener que somos infalibles a no quebrantar la paz sagrada del hogar, y esto se aplica tanto a la hembra como al varón. Por el contrario, después del matrimonio, es cuando vienen las duras pruebas tanto a las conciencias como a los temperamentos de los desposados.

Como bien se sabe una desavenencia o un malentendido, pueden  terminar de una vez para siempre con el más sólido matrimonio.

Ya es esta nuestra tradicional y natural forma de vivir. Por eso la exigencia del Concordato es inaceptable por inaplicable en nuestro medio.

Cientos de miles de dominicanos esperan que el Concordato perturbador e impopular, sea denunciado por nuestro Honorable y  Soberano Gobierno lo más pronto posible.

Muy atentamente le saluda.

Dr. José del Carmen Álvarez González.

Al día siguiente, la dirección de El Caribe, siguiendo el guión habitual, dió apertura a una encuesta, así como en el pasado lo había hecho  en relación con la figura de Santana, la vigencia de las ideas hostonianas o la suscitada a raíz de la conferencia de Peña Batlle en 1951.

La misma se convocaba “aprovechando la plena libertad de prensamiento que reina en nuestro país y tomando en cuenta la trascendencia  del problema debatido”, convocando a todos los intelectuales del país con dos preguntas esenciales:

¿Considera Usted que ha sido beneficioso a la familia dominicana el Concordato con la Santa Sede?

¿Cree Usted, en consecuencia, que debe mantenerse en vigor, o por el contrario, debe ser denunciado por nuestro gobierno?

Se inició de inmediato, a continuación, la publicación de las opiniones de destacados juristas, historiadores y figuras prestantes del régimen respondiendo a las mismas.

Entre estos destacaron  Abelardo Nanita, Máximo  Coiscou Henríquez, José Manuel Pichardo, Manuel Amiama, J.R.  Cordero Infante, Ernesto Sánchez Rubirosa, José Ramón Rodríguez, Francisco Elpidio Beras, Luis Julián Pérez, Arturo Despradel, Federico  Cabral Noboa y Manuel Ramón Ruiz Tejada.

Exceptuando la opinión de Manuel Ruiz Tejeda, todas fueron coincidentes en cuanto a que el Gobierno Dominicano debía denunciar el  Concordato, es decir, desconocer el mismo de forma unilateral. Era la estrategia de Trujillo para presionar a la Iglesia a fines de que accediera a su indisimulada aspiración de que se le declarase su Benefactor.

El  historiador Máximo Coiscou Henríquez al emitir su opinión, afirmaría que: “…la Constitución dominicana no debería adoptar ninguna  confesión como religión de Estado, sino consentir el libre ejercicio  de cuantas confesiones no colidan con los intereses superiores de la Nación. Vale decir que en el caso de buscarse establecer en la República una confesión cuyas prácticas fuesen lesivas del orden público  o de los intereses permanentes de la Nación, tal confesión sería perseguible por antisocial y por destructora de la conservación nacional. Fuera de este caso excepcional, cualesquiera confesiones serian amparadas por las leyes nacionales en un plano de estricta igualdad”.

Trujillo conversa con Monseñor Pittini, Arzobispo de Santo Domingo entre 1935 y 1961.

En su mesurado estilo, el jurista e intelectual Manuel Amiama, por su parte, siguiendo a pie juntillas el guión trujillista, sería de opinión que:

el Concordato en sí mismo es irreprochable, la ejecución que de él han hecho la jerarquía eclesiástica y gran parte del Clero, ha  sido sin duda alguna excesiva y desquiciadora y por ello, tal ejecución nos llena de amargura, recelo y alarma.

Pensamos que si así son las cosas en el momento en que el poder  civil está orientado por el firme corazón y la enérgica mano del más vigilante estadista de nuestra historia, cuando no contáramos con  esa poderosa protección, los sacerdotes extranjeros que forman parte  de la jerarquía eclesiástica y la mayoría del clero, podrían llegar a  pretender erigir entre nosotros una verdadera teocracia, cuya erradicación entonces no podíamos lograr sino por medios y recursos  extremos, siempre tan repugnantes a la sensibilidad dominicana. Se impone, pues, en el momento actual, una seria reflexión de la conciencia nacional acerca del Concordato de 1954.

 

 

La forma en que lo ha ejecutado el Clero ha constituido y sigue  constituyendo una violación de su espíritu, de los ideales que lo inspiraron, sociales, éticos, culturales; y de sus propósitos de largo  alcance en favor de la verdadera democracia y de la civilización  cristiana. Cuando menos, es irrebatible, que su ejecución no ha sido beneficiosa para el pueblo dominicano.

 

Por todas las razones estimo que, a menos que la Santa Sede, con su tradicional prudencia y sabiduría, realice cambios radicales en relación con la Iglesia en nuestro país soberano, y a menos que,  además de eso, el nuevo clero dé testimonios patentes, profundos  y consistentes de una actitud nueva respecto de nuestros legítimos  intereses nacionales y sociales, abandonando la fatal coincidencia  que desde principios de este año ha mantenido con el terrorismo internacional, debemos restablecer el régimen que teníamos antes de  1954, en las relaciones del Estado con la Iglesia Romana, régimen  que jamás nos trajo las gravísimas preocupaciones que ahora experimentamos”.

Conforme la opinión del abogado y diplomático, Lic. José Ramón Rodríguez ( Moncito): “ en el caso del Concordato, el generalísimo creyó que la iglesia sería una gran colaboradora en su lucha contra la infiltración comunista. No ha sido así.

En mis mocedades de la facultad de derecho, el señor Hostos, enseñado por el Dr. Federico Henríquez y Carvajal, y después en mis lecturas de historia del pueblo norteamericano, dos príncipes de la iglesia, el cardenal Newman y el cardenal Gibbons, me convencieron de la sabiduría del canon constitucional norteamericano que prohíbe al congreso legislar en materia de religión”.

Sólo la opinión del Dr. Manuel Ramón Ruiz Tejada, reconocido católico,se manifestó opuesta a que el gobierno dominicano denunciara el concordato. Pero lo hizo con tal sutileza que su opinión, en vez de contrariar al régimen, devino en refinada apología de Trujillo. Según su aguzado razonamiento:

“…a pesar de que el artículo 208 de nuestra primera constitución autorizó al presidente de la república a entablar negociaciones con la Santa Sede “ a fin de efectuar un concordato”; de que Monseñor Portes elevó formalmente la petición en 1845; de que Santana, Báez y Heureaux hicieron gestiones sin éxito en el mismo sentido; de que un proyecto de concordato quedó frustrado en 1867 y otro sufrió la misma suerte en 1884, siendo Monseñor de Meriño presidente, Trujillo no desmayó hasta firmar en el mes de junio de 1954.

Su actuación le colocaba en el número de aquellos varones ilustres que como Constantino supieron comprender y seguir a Dios y avanzar de ese modo llenos de merecimientos por derroteros de inmortalidad.

Siempre he tenido como dominicano, el deseo de que las obras de Trujillo se mantengan intocadas para que así se conserven incólumes para la posteridad”.

Particularmente sugerente fue la opinión del abogado J.R. Cordero Infante, quien en la misma reveló detalles de singular valor en torno a la opinión que sobre un posible concordato entre la iglesia y el estado había manifestado en su día Monseñor Nouel.

Expresaba Cordero Infante al respecto:

Monseñor Adolfo Alejandro Nouel, Arzobispo Primado de América y el verdadero príncipe de la iglesia católica dominicana, cuya jerarquía ejerció con la mansedumbre y el amor de Dios y no con el temor de Dios, mantenía la opinión de que la iglesia y el estado debían mantener dulcificadas sus tradicionales relaciones sin llegar al concordato, porque éste podría dar lugar a conflictos que vendrían a perjudicar la religión de la casi totalidad del pueblo dominicano, así como al mismo estado.

Cuando en 1955 preparaba un estudio sobre el Concordato que venía proyectado desde la Constitución de San Cristóbal de 1844, solicité de Don Ramón Jansen, quien fue secretario de Monseñor Nouel, me informara en qué se fundaba este alto dignatario de la iglesia dominicana para opinar de esa manera. Me dijo el culto clericalista, que rezaba en latín, que aquel príncipe que no sólo lo era de la iglesia romana sino también de la dominicanidad y del gran saber, consideraba que las atribuciones de la potestad civil y la eclesiástica, limitadas en teoría, en la práctica se confundían y eran causa de la invasión  de una autoridad en el terreno de la otra, que la historia de los concordatos celebrados entre la Santa Sede y los gobiernos de los países hispanoamericanos contaba serias discordias y que por eso no quería dejarle esa herencia al pueblo dominicano porque no todos los clérigos tienen presente que el reino en que apacienta el rebaño de la iglesia no es de este mundo”.

Preciso es significar que este mecanismo de presión del tirano  no surtió efecto en  condicionar un cambio de postura por parte de la jerarquía eclesiástica ante  sus megalómanas pretensiones. Seis meses después, llegaría el fin, cumpliéndose así la sabia advertencia de Su Santidad Juan XXIII al último canciller de Trujillo, Porfirio Herrera Báez, tras la audiencia en que le recibiera el “Papa bueno”, días después de la  publicación de la Carta Pastoral: “ En la violencia, nada dura”.