Iª  El ser humano es más que polvo

En la antesala de las festividades navideñas, conviene procurar unos minutos de sosiego y, al menos, indagar acerca de qué es el ser humano y cuál pueda ser el valor por excelencia de su existencia. Las respuestas, durante siglos, tienden al infinito, sin por ello poder agotarlo.

Desde mi carcomido cascarón corporal, he llegado a valerme del genio intuitivo y poético de William Shakespeare, en El Príncipe Hamlet,                      

“¡Qué obra de arte es el hombre, qué noble en su razón, qué infinito en sus facultades, en su forma y en su movimiento, qué expresivo y admirable en su acción, qué parecido a un ángel en su comprensión, qué parecido a un dios! La belleza del mundo. El modelo de los animales. Y, sin embargo, para mí, ¿qué es esta quintaesencia del polvo?”

Pena que sea una obra de arte universal, espejo de la belleza y grandeza del ser humano, la que nos retrotraiga al polvo mortal, cuantas veces actuamos sumidos en la duda y actuando en venganza o por pasión. La obra humana, demasiado humana, acotaría Nietzsche, finaliza en dudas, conflictos y muertes; desde el rey Claudio, vengando del padre de Hamlet, pasando por la de Laertes y Hamlet, trastocados por la misma espada envenenada, su madre, la reina Gertrudis, que bebe accidentalmente veneno.

En ese contexto, un craso error consistiría en descartar lo ahí transpuesto; sobre todo, si uno piensa que lo escrito es únicamente fruto de la imaginación poética. Cierto, ni Hamlet existió, ni el trágico desenlace de su narración. No obstante, la realidad no dista de la manifestación de su forma ideal de belleza escrita.

2ª  Asimilado en el mundo real

Quizás por eso Agustín de Hipona afirmaba, desde mucho antes, en La Ciudad de Dios, que la historia humana comienza con el primer derramamiento de sangre entre los humanos, a modo de remembranza de Caín y Abel. O bien, pudiera convenir remontarnos, conocedores del cuento de El reino de este mundo, de Alejo Carpentier, para entender lo que acontece en la historia universal, posiblemente, bajo el prisma del hechizo de todo realismo interpretativo.

En cualquier instancia, algo de razón hay en tanta enseñanza escrita en líneas torcidas. Véase y critíquese el mundo que hoy nos rodea, para no ahogarnos en el de aquí y ahora. Lo más próximo al país, Haití.

A raíz del asesinato del presidente Jovenel Moïse en julio de 2021, Haití ha experimentado una última escalada de la violencia y de inseguridad a manos de diferentes bandas criminales. Si bien las principales son G9 y G-Pèp, se estima que operan aproximadamente 200 bandas, distribuidas en una escasa porción de su territorio, -80% de esas agrupaciones realmente (aunque no formalmente calificadas de) terroristas en el territorio capitaleño y aledaño-, con un estimado no superior a los 50,000 hombres y niños armados, dando pie al surgimiento de movimientos de «justicia popular» o grupos de autodefensa como el “Bwa Kale”. Al día de hoy, el país institucionalizado está retenido, en lo que se define el surgimiento de una nueva estructura de poder, muy probablemente dirigida por una clase de poder en manos negras, es decir, no mulatas, con amparo internacional o sin él. Y eso así, mientras la población se baña de manera cotidiana, en ríos de inseguridad, lamentos, lágrimas y sangre.

Pero ese no es todo el drama humano que se vive en esta hora actual de desesperación. A propósito del mundo realmente ‘ancho y ajeno´, no hay por qué desentendernos de tantos senderos conflictivos como los de Rusia-Ucrania, Siria y sus respectivos aliados ganadores y perdedores, Israel-Hamas o, para estos efectos, también el Líbano. ¡Ah!, y, ni qué decir, de la asediada y aislada Taiwán, frente a la ascendente China, en el Mar del mismo nombre, en un océano no siempre tan pacífico.

En lo que todo eso acontece, y no obstante el momentáneo colapso de la globalización, la inteligencia artificial, tan fascinante y encantadora como la lengua de una serpiente o la de un buen charlatán, se presta a un poco de todo y mucho más.

Al mismo tiempo, por tanto, nuestra civilización de la ‘vigilancia´ se adentra en una ‘tercera era nuclear´. El poder mundial cambia de sede y -quizás- se equilibre. En lo que ocurre lo que va a ocurrir, Europa sigue dependiendo del poder estadounidense para su defensa, de China para su comercio y de Rusia para su energía. África, olvidada o no, sigue a la espera de la superación de sus recursos y la América nuestra no sabe ya qué esperar o a quién creer.

Mientras tanto, aquel altivo ‘norte revuelto y brutal’ de antaño, aspira con ansias a su propio resurgimiento, a pesar de su caminar errático y, medioambientalmente, insostenible.

En definitiva, no solo la obra teatral del ilustre inglés nos lo advierte, la agitación que perturba la aparente tranquilidad que se vive en el lar dominicano, lo confirma. La crisis de civilización contemporánea solo es superable por una hecatombe polvorienta y desesperante -igual o superior- a la que finalmente trajo la II Guerra Mundial.

3ª  Entre la verdad y la esperanza

Ahora bien, tan sobradas expresiones de realismo en nuestro mundo histórico, por tecnológicamente mágico, bélico y fratricida que sea, no oculta la incomparable grandeza del ser humano.

De ahí el acierto de Tomás de Aquino, al venir al rescate de tal acertijo. En efecto, al centrarlo todo en la evidencia, fue el Aquinate -entre otro de los seguidores de Avicena y de Guillermo de Auvernia, por no remontarnos a Aristóteles argumentando en contra de Platón, para evocar la genealogía de esta idea revolucionaria- el que expuso acertadamente que “veritas est adaequatio rei et intellectus”. Esa avenencia entre lo que percibimos y es, de un lado, y del otro, lo que entendemos, comprobamos y concebimos de lo que existe, permite al Sapiens, en cualquier época y lugar, llegar a ser libre de su propia ignorancia y de las sombras y atrocidades de toda caverna platónica y del polvo de su fogata.

Tanto así, que siglos más tarde se llegó al extremo de escribir con cierto eufemismo eufórico, a partir del sistema hegeliano, que “todo lo real es racional y todo lo racional es real”, pues se concibió que, en y desde la idea de las cosas, sujeto y objeto coinciden en el acto de convergencia del Logos y lo efectivo o sensible de la materia. (En su defecto, dicho sea de paso, entre paréntesis, el abismo en medio de lo uno y lo otro, sería signo de eterno silencio o, como se dirá posteriormente, expresión de pesimismo e, incluso, de absurdo sinfín, carente de principio o de fin.)

Pero, si no hay razón para ninguna modalidad de desilusión y abatimiento, ni siquiera cuando una verdad sea concebida al borde de la tumba, esto resulta ser, no solo porque su veracidad nos libera por el mero hecho de la palabra, sino debido a que, de conformidad con el dicho de Gabriel Marcel: el ser humano vive, en este mundo sórdido, de la esperanza. Sí, de esta. Y, por ende, no hay por qué resignarse a padecer, lamentar, criticar o conformarse con tanta lágrima y ríos de sangre derramados a lo largo y ancho de la historia de nosotros, simples mortales conscientes de sí mismos, así como de los demás y de lo otro.

Así, pues, hay espacio a la esperanza a la que la verdad nos conduce a través de un mundo objetivo en que nos cuestionamos, con relativa razón, sobre el designio final que se cierne sobre el ser humano y todo lo que es en el espacio y el tiempo. Y, eso así, aun cuando resuenen en los oídos y en la misma sensibilidad de los humanos, aquello del inmortal Samuel Beckett: “Estás en la Tierra. No hay cura para eso”.

A tal advertencia respondo, sin prudencia, diciendo: cierto, no la hay, pero sí la hay.

4ª  Un cuento de Navidad

En aquel mundo sobrecogido por la manifestación mágica de nuestra propia hechura, sí hay posibilidades para un cuento de verdad y que no resulte ser de capirote. Me refiero a un cuento de Navidad; uno que, como el de Charles Dickens, nos acerque, no solo a la verdad última del Santa Claus alegre y simpático, retenido por las vitrinas comerciales, como a la historia de ese ‘Logos hecho carne’, en Jesús, ‘el hijo del carpintero’, un 25 de diciembre del primer año de nuestra Era.

En ese telón de fondo, la historia de Ebenezer Scrooge resuena a través del tiempo. Su relato se centra en Ebenezer Scrooge, un viejo avaro y amargado que desprecia la Navidad y todo lo relacionado con la generosidad y el buen espíritu. El 24 de diciembre, Nochebuena, Scrooge es visitado por el fantasma de su antiguo socio comercial, Jacob Marley, y los espíritus de las Navidades Pasadas, Presentes y Futuras.

Cada uno de esos espíritus lo lleva a través de diferentes escenas que revelan las consecuencias de su mezquindad y la soledad que ha creado para sí mismo. Ve su propia infancia y juventud. Advierte cómo otros celebran la Navidad, en el presente, y finalmente se enfrenta a una visión sombría de su propio fallecimiento, solitario y olvidado, a menos que cambie su proceder.

En ese contexto, la transformación del protagonista, de un hombre tacaño a uno generoso, subraya la importancia de compartir con los menos afortunados y, por eso mismo, lejos de cualquier variedad contemporánea de nominalismo, demuestra lo que significa: todos los humanos, sin distingos, tenemos la capacidad de ser redimidos y superarnos, sin importar el peso eterno de los errores y deficiencias del pasado.

¿Por qué ese dejo de esperanza? En verdad, porque devenimos y comprobamos lo que somos y lo que estamos llamados a ser, tal y como sucede en el cuento y en la historia navideña.

Pero no solo hay esperanza, en medio de la realidad que nos alberga, sino que ella es verificable en cada ser, principalmente humano, en medio de todos. El cuento de la Navidad resalta que el verdadero espíritu navideño se encuentra, más allá de cualquier frustración, desacierto o reparo humano, en la bondad, el amor y la compasión que compartimos a semejanza de quien y de quienes nos preceden, alientan, acogen y acompañan.

Es eso y solo eso, lo que logra que todo lo sensible sea liberado del polvo de su aparente liviandad e insignificancia, en el acto de coincidir y llegar a su esplendor, por medio de la Palabra, -escrita así, en mayúscula y desprovista de aparejos nominalistas-, en la medida en que dé razón de ser a los unos y a los otros, y a todo lo demás, en cada nueva revelación de la primera y última Navidad.