Cuando la ráfaga justiciera segó la vida del Dictador se dice corrientemente que se inició una nueva Era. En las páginas de la historia comenzaron a desfilar nuevas figuras.

Treinta años después, los nuevos inquilinos del proceso todavía no acaban de desalojar a los antiguos.

Los estigmas del pasado se han resistido a ser sustituidos. Luchan desesperadamente por sobrevivir. Chocan con una sociedad nueva que no los asimila, pero que tampoco ha tenido los bríos necesarios para desecharlos.

Esto se ve claro si hacemos el balance de la secular pugna que durante las tres últimas décadas han escenificado liberales y conservadores. Tradicionalmente, el término liberal está asociado a las reformas sociales y políticas, mientras que el término conservador perfila una corriente que se nutre de los agentes socioeconómicos que sostienen las bases del viejo orden.

Lo curioso del caso dominicano es que al final de una generación de luchas cuasi fratricidas entre esas dos corrientes no pocos conservadores de ayer hoy son liberales, y no pocos liberales de ayer se han metamorfoseado en conservadores.

Pero lo cierto es que los conflictos entre esas dos corrientes han marcado las particularidades del proceso político. Una historia fascinante.

Dejando a un lado los oscuros cinco años que van desde 1961 a 1965, en los cuales ningún grupo social logró verdaderamente sentar reales en el ejercicio del poder, liberales y conservadores han dominado la escena política a lo largo de veinte y seis años.

Veinte y seis años que han dejado perennes huellas.

Sólo en los doce años de Balaguer y en los ocho del PRD verdaderamente el país dio un salto dejando atrás la vieja sociedad que nos legó el llamado Trujillato. En el caso de los doce años, o sea, entre 1966 y 1978, los cambios operados en la estructura económica fueron imponiéndose espontáneamente. Las nuevas relaciones de producción y de intercambio y la propia apertura del país hacia el exterior se abrieron paso en una sorda lucha con los detentadores del poder acostumbrados a un estilo de gobierno cesáreo y plegado sobre sí mismo.

Los conservadores —hoy balagueristas— tuvieron a su favor un aval indiscutible: la experiencia de Estado. Sucesores de los trujillistas, cinco grupos políticos que gobernó el país a partir de 1930. Mientras que los liberales, lograron sobreponerse a su inexperiencia consolidando nuevos aspectos que hasta ayer parecían irrealizables, como es el caso de construir los perfiles del ejercicio democrático del poder dentro del contexto de una sociedad dependiente de poderes extranjeros y con una larga tradición de despotismo.

Pero, unos y otros, por diferentes motivaciones, tuvieron que ponerse al día y adaptarse a los signos de los tiempos dando paso a algunas reformas para sobrevivir políticamente.

Ahora, el tiempo de transformar el país ha llegado.

Los pretextos anticomunistas no juegan hoy ningún rol amortiguante. El fantasma de una izquierda amenazante a los tradicionales poderes establecidos es cosa del pasado. Y los cambios operados en la arena internacional precisamente favorecen que sean posibles la concretización de determinadas transformaciones que ayer hubieran parecido impensables.

La sociedad dominicana ha evolucionado en los últimos veinte y cinco años transcurridos desde la guerra civil y la intervención americana. Una nueva generación ha emergido. De políticos, burócratas empresarios y nuevos líderes populares. La propia economía ha dado un viraje hacia el exterior, dejando atrás las viejas relaciones en que se sustentaba el esquema agro-exportador en base al café, tabaco, caña de azúcar y cacao.

Sin embargo, las huellas del viejo orden, concretizadas en instituciones obsoletas, en prácticas políticas primitivas y en un ordenamiento político-jurídico incapaz de asimilar las nuevas relaciones, todavía se resisten a ser sustituidas. Particularmente en el sistema judicial y en el ejercicio del poder legislativo la necesidad de lograr su verdadera independencia en tanto que poderes del Estado se impone como urgencia.

Por eso, el imperativo de la hora trasciende a la tradicional pugna entre liberales y conservadores y exige, como única vía posible por la cual puedan transitar las nuevas relaciones, una concertación de voluntades que adecúe definitivamente las instituciones a la silenciosa, pero no menos patente, revolución que se ha producido en la estructura económica del país. La fascinante historia entre liberales y conservadores ha dejado de embriagar a los espíritus.

Lo que no quiere decir que los problemas sociales han dejado de existir. Por el contrario, la gravedad de la crisis social debe llevar a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a enfrentarla con coraje y decisión.

Sobre todo, que el abismo existente entre la pobreza de una mayoría y la aberrante riqueza de unos cuantos, se ahonda cada día.

14 de marzo de 1992.