Olvidemos unos minutos las redes sociales. Pensemos tranquilamente en lo que pudiera estar sucediendo al dominicano; ciudadanos expuestos a secuencias de escándalos, críticas a funcionarios, deslices oficiales, y a una corrupción pasada que sobrepasa cualquier supuesto. Empeorándose el panorama, tienen que ver y escuchar a viejos bandidos políticos fingiendo inocencia.

¿Qué pasa por la psiquis de la gente? Muchas, muchas cosas bullen en ella, desenterrando, a través de la indignación presente, un sufrido pasado colectivo. De ahí, que no es inusual esa crispación de la gente ni la actividad febril de las redes: exageraciones, chismes, y una continua actitud defensiva dominando el ambiente.

Fuera de las pantallas, si hablamos con Chucho, Jacinto o José, mirándolos frente a frente, confirmaremos que están al día sobre juicios, denuncias, lenidades del gobierno, y del quehacer de ciertos funcionarios. Igual que al resto de sus compatriotas, escuchándolos recordamos el “síndrome post traumático”, patología ya descrita a partir de la primera guerra mundial en soldados que regresaban maltrechos del campo de batalla.

Hoy sabemos que esa enfermedad pueden padecerla tanto individuos como sociedades. Cualquier grupo social traumado alberga en las bóvedas del subconsciente colectivo improntas de los insultos recibidos y sus dolorosas emociones; descansan en un “hard drive” de materia gris, repleto de simbolismos y detalles traumáticos.

Las víctimas, sin advertirlo, esperan siempre una nueva agresión; presienten el nuevo ataque igual que esos peces japoneses capaces de predecir movimientos sísmicos. En estos tiempos, el conjunto social reactiva memorias y emociones sobre traumas infligidos durante siglos por quienes debieron cuidarlos y educarlos. Ahora presencian abusos recientes que abren las puertas de los de antaño. Cada expediente, cada político delincuente, cada corrupto impune, cada personaje que estruja billones mal habidos al público, hace revivir violaciones padecidas durante toda nuestra historia.

Esa rabia de Chucho, Jacinto y José es intensa y auténtica. No es magnificada por redes sociales. El que puedan hacerse generalizaciones emotivas y paguen los muchos por los pocos es entendible. Conversemos de tú a tú con el pueblo y sentiremos esas emociones brotar desde el alma nacional. El fenómeno es palpable; sin que puedan desmeritarlo o deformarlo comunicadores y personajes impresentables, sumergidos en la iniquidad política.

La reacción psicológica del síndrome no detalla ni singulariza, tiende a generalizarse y responder a los símbolos. Redes y comunicadores remachan y recuerdan el insulto, diciendo verdades o desmintiendo o minimizando. Pero todos, sin proponérselo ni saberlo, estimulan el recuerdo de viejos engaños; esos que hemos sufrido desde que somos república.

Un conglomerado humano traumatizado no es culpable de hacer generalizaciones ni exageraciones. Tampoco por llegar a considerar a políticos, funcionarios y empresarios, potenciales abusadores y delincuentes.  Cada hecho escandaloso que anda desbocado por los medios despierta frustraciones dormidas.

Aquí no se han pagado culpas ni se ha pedido perdón. Por eso no curamos. Para intentar curar el “síndrome post traumático” es necesario que los culpables hagan contrición pública y sufran castigos. Durante el tratamiento, debe incluirse la catarsis del abuso (esto último comienza lentamente a producirse).

Así las cosas, lo peor que pudiera pasarle a Chucho, a Jacinto y a José, y al resto de nosotros – aparte de seguir sumergidos en la peor educación latinoamericana y padecer la peor clase gobernantes de la región – es que puedan anteponerse jerarquías de poder, clases sociales, o compromisos políticos en el intento curativo. Si, una vez más, volvemos a perder la incipiente confianza depositada en el presidente y en el ministerio público, quedará destrozada para siempre el alma nacional.