Este 28 de julio se celebran elecciones presidenciales en Venezuela. En esta ocasión a la oposición parece presentársele un escenario con amplias posibilidades de triunfo, lo que lleva a muchos a hablar de una transición democrática que dejaría atrás 25 años del denominado socialismo del siglo XXI. Sin embargo, para poder determinar qué tan posible sería una restauración democrática en el país suramericano, resulta imprescindible analizar una serie de elementos que orbitan en torno al proceso electoral.
Como es de conocimiento, la oposición lleva como candidato a Edmundo González Urrutia, hasta hace pocos meses un desconocido exdiplomático de carrera, que fue la ficha de reemplazo de María Corina Machado, la inhabilitada candidata escogida en las primarias opositoras. Si bien los sondeos y la percepción popular parecen sonreírle a la oposición, una serie de debilidades institucionales y de realidades geopolíticas podrían obstruir su eventual victoria.
En ese orden, el certamen electoral luce exento de garantías electorales, jurisdiccionales e internacionales. En efecto, es ampliamente cuestionada la objetividad del órgano electoral, dígase, el Consejo Nacional Electoral (CNE), en razón de que, como ha ocurrido en otros comicios, la institución está compuesta por personas provenientes de las filas del chavismo. En esta oportunidad el CNE tiene como titular a Elvis Amoroso, exdiputado chavista, antiguo presidente de la cuestionada Asamblea Nacional Constituyente convocada por Maduro en 2017 y excontralor en la actual Administración.
Otro aspecto que juega en contra del deseo de cambio es la inexistencia de una justicia electoral imparcial. Al respecto, si la oposición decide accionar jurisdiccionalmente, se encontraría con una Sala Electoral del Tribunal Supremo de Justicia integrada por magistrados sindicados de haber militado en el gobernante Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV).
A todo lo anterior se suma la ausencia de una reconocida observación internacional. Desde tiempos de Chávez ha sido una característica de la política exterior venezolana el rechazo a que organismos como la OEA o la Unión Europea sirvan de veedores en los tensos comicios. En lugar de las entidades europeas y panamericanas, el Gobierno venezolano suele hacerse acompañar por organizaciones regionales identificadas con su causa ideológica, como la debilitada Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) o la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), ambas creadas a iniciativa de Chávez en la primera década de este siglo.
No obstante la carencia de garantías, algunos analistas son optimistas con una transición democrática venezolana, y llegan a poner como ejemplo lo ocurrido en Nicaragua en 1990, donde, para sorpresa de muchos, por la vía electoral se logró desalojar a los sandinistas del poder. Sin embargo, contrario a lo que ocurre en Venezuela, en el caso nicaragüense, en cumplimiento del Acuerdo de Paz de Esquipulas, la contienda electoral se desarrolló con acompañamiento de la comunidad internacional, lo cual ofreció a la oposición el estándar mínimo de garantías que le permitió salir triunfante frente a un régimen con marcada vocación autocrática.
Además, el episodio nicaragüense tuvo a su favor haber coincidido con un contexto geopolítico de colapso tanto del bloque socialista como de las dictaduras militares del Cono Sur, a la vez que también se produjo en un tiempo en el que la política exterior estadounidense estaba volcada hacia América Latina. En el caso venezolano no se conjugan los imprescindibles factores que hicieron posible la hazaña nicaragüense de 1990. En consecuencia, situaciones como el giro hacia la izquierda de algunos actores de peso en Suramérica y el enfoque estadounidense a otros teatros globales, como Ucrania, Medio Oriente o la región del Indo-Pacífico, no contribuyen a crear las condiciones para una solución electoral en Venezuela.
A pesar del sombrío escenario, albergamos la esperanza de que en las elecciones presidenciales de este domingo jueguen sus fichas aquellos aspectos invisibles de la política, y con ello tenga lugar un sorpresivo resultado que permita que la hermana nación vuelva a ser el referente democrático regional que fue durante la segunda mitad del siglo XX.