Presiones internacionales para condicionar resultados electorales, elecciones amañadas, politilización militar y policial de las elecciones, abstenciones inducidas u obligadas y fraudes fueron parte de una historia de traumas electorales vividos en nuestro país desde el nacimiento democrático postrujillismo hasta 1994.

Nos encontrabamos en ese entonces al borde de estallidos sociales y hasta de una guerra civil, a raíz de las serias denuncias de trampas electorales atribuidas al entonces presidente Joaquín Balaguer y a su partido Reformista Social Cristiano (PRSC), en las elecciones del 16 de mayo de 1994.

A pesar de la certeza del fraude, 2 meses y 16 días después de haberse celebrado las elecciones fue que la JCE proclamó ganador al PRSC y a su candidato presidencial Joaquín Balaguer. A raíz del engaño electoral y el torcimiento de la voluntad popular, se iniciaron en el país una serie de protestas violentas en los alrededores de la casa nacional del Partido Revolucionario Dominicano (PRD) y de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, de consecuencias imprevisibles.

Sin embargo, puso fin al caos y desorden político provocados por las elecciones, a la desconfianza en los miembros de la Junta Central Electoral y a la crisis postelectoral, la firma, el 10 de agosto de 1994, por parte de Joaquín Balaguer y José Francisco Peña Gómez, el jefe de la misión de observadores electorales de la Organización de Estados Americanos (OEA), John Graham, el Lic. Jacinto Peynado, monseñor Nicolás De Jesús (Cardenal) López Rodríguez y Lidio Cadet, entre otros representantes de la sociedad y de los partidos políticos, del “Pacto por la Salvación de la Democracia” o “Pacto por la Democracia”.

Fue dicho pacto el que posibilitó una reforma a la Constitución, para limitar el período presidencial, que en ese momento iniciaba el 16 de agosto, hasta el 27 de febrero de 1996; prohibir la reelección presidencial en dos períodos consecutivos; celebrar elecciones presidenciales y congresuales y municipales separadas y permitir la doble vuelta electoral; establecer la inamovilidad de los jueces como garantía de su independencia; y crear el Consejo Nacional de la Magistratura, entre otras importantes reformas normativas, con gran trascendencia política e institucional.

Aunque apresuradas, con dichas reformas y cuestiones por mejorar, como en toda obra humana, es innegable que, a partir de entonces, las elecciones nacionales, congresuales y municipales fueron contando, cada vez más, con un órgano supremo electoral en capacidad probada de organizar los comicios con el mayor nivel de credibilidad posible.

Podría decirse que, como bien afirmó la OEA en 2020, la mala gestión de la JCE fue la responsable de la falla en el sistema del voto automatizado en las elecciones municipales frustradas del 16 de febrero. Y que el problema fue tal que la JCE suspendió las elecciones aún donde no existía el voto automatizado. Igualmente, se podría aducir que el mismo pleno de la JCE también decidió luego posponer, a causa de fuerza mayor por emergencia sanitaria, las Elecciones Ordinarias Generales Presidenciales, Senatoriales y de Diputaciones del día 17 de mayo, convocando extraordinariamente a las Asambleas Electorales para elegir el presidente y vicepresidente de la República, senadores y Diputados, del Distrito Nacional y las provincias del país, como a los 5 diputados nacionales por acumulación de votos y los diputados, representantes ante el Parlamento Centroamericano, para el día domingo 5 de julio de 2020.

Igualmente, se puede indicar, aun con cuestionamientos de índole constitucional, que la JCE decidió que si ninguno de los candidatos a la presidencia y vicepresidencia de la República alcanzara la mitad más uno de los votos válidos emitidos, las elecciones correspondientes se celebrarían el domingo 26 de julio de 2020.

Pero, lo cierto es que cada una de estas decisiones también contó con el respaldo de los partidos políticos y muchos sectores sociales, así que, al igual que antes, no hubo mayores trastornos que le restaran credibilidad importante a la JCE y al sistema electoral dominicano.

Recientemente, antes y durante las elecciones, algunos partidos llamaron los fantasmas, entre los cuales podemos mencionar el de un complot y el de un apagón electoral, este último supuestamente fraguado por el director nacional de inteligencia del Estado, todo con alegados fines de trastornar los resultados del certamen municipal y alusiones a prácticas, como el uso de los recursos del Estado, a través de los programas sociales del gobierno, tarjetas como las navideñas, los bonos, de luz y educativos y distribución de alimentos y electrodomésticos, campaña electoral a través de inauguraciones, compras de votos y promoción electoral en las afueras de los centros de votaciones, entre otros vicios.

Pero, la Misión de Observación Electoral de la Organización de los Estados Americanos (OEA), sin dejar de mencionar las debilidades existentes del sistema, atribuidas a las diversas fuerzas políticas en pugna, luego de elogiar, en su informe preliminar, la organización y garantías proporcionadas por la Junta Central Electoral a las elecciones, desmintió aseveraciones aparecidas en las redes sociales, enfatizando que, lejos de encontrar irregularidades, ha observado un proceso electoral ejemplar y que, contrario a las afirmaciones falsas que han circulado en diversas plataformas, la Misión de la OEA reconoce y aplaude el trabajo realizado por la Junta Central Electoral para asegurar unas elecciones municipales transparentes, organizadas y exitosas y refuerza la percepción de un sistema electoral robusto y confiable en República Dominicana.

Debemos reconocer los avances que ha tenido el sistema electoral dominicano, de manera especial por parte de la Junta Central Electoral, a lo que han contribuido la calidad e integridad de los miembros de dicho ógano constitucional, diversos actores y algunos partidos políticos; pero especialmente las veedurías sociales de los procesos electorales, iniciadas aun antes de las reformas constitucionales de 1994, como el aporte de la OEA y otras instituciones que han identificado las debilidades y las fortalezas encontradas en los procesos electorales y han permitido que hoy tengamos un sistema electoral robusto.

Si los partidos políticos no logran concitar la atención de una parte importante de los electores, deben revisarse y no vivir llamando fantasmas o espíritus de fraudes que ya murieron, que fueron vencidos ciudadana e institucionalmente.

Los políticos deben entender que, incluso, en la mayoría de los mitos e historias electorales reciclados, los fantasmas de las trapaserías, chanchullos y fraudes electorales son igualmente débiles, pálidos e imaginarios.

Obviamente, aun quedan tareas pendientes para fortalecer los procesos electorales. Pero, lo que más le falta al sistema electoral dominicano es la colaboración de los partidos, agrupaciones y movimientos políticos para atraer a la población votante a participar activamente en dichos procesos, garantizando la participación de ciudadanos y ciudadanas en los procesos políticos que contribuyan al fortalecimiento de la democracia;  el aporte, en igualdad de condiciones, a la formación y manifestación de la voluntad ciudadana, respetando el pluralismo político mediante la propuesta de candidaturas a los cargos de elección popular; y, el servicio al interés nacional, al bienestar colectivo y al desarrollo integral de la sociedad dominicana, como lo dispone el art. 216 de la Constitución.

La confianza de la población y de los actores políticos en los procesos políticos, particularmente los eleccionarios, contribuyen a fortalecer los mecanismos establecidos para la organización y realización de elecciones libres y justas y para fortalecer la estabilidad democrática del país.

Ya la gente ha venido despertando y los fantasmas de trampas no son más que eso, muertos que no resucitan o, que, al menos no debemos contribuir a su reaparición deliberada, poniendo en riesgo lo que hemos ganado en democracia y que estamos en el deber de seguir expandiendo y consolidando.