| permanece hoy día –de facto- en el anonimato. En específico, el valor y la envergadura de sus cinco vías para demostrar razonadamente la existencia de Dios -a partir de nuestras experiencias sensibles- quedan en el trastero del desuso o del olvido. Habitamos un mundo de sorpresivas y revolucionarias innovaciones, en el que el ser supremo no suele figurar ni intervenir, a no ser en el templo de la retraída conciencia subjetiva. Sea el César y Dios o Éste y el mundo natural, cada uno en su esquina, pues solo las disyuntivas propias a los senderos de la fe o a los de la ciencia objetiva graban de forma gravosa cualquier esfuerzo de conjunción entre dichas dualidades.

 

Debate interminable. En honor a la verdad, la argumentación y las conclusiones filosóficas del Doctor Angélico en lo concerniente a las cinco demostraciones de la existencia de Dios dejan incluso a más de un creyente indiferente. Lo decisivo les parece ser la fe en Dios y no su concepción filosófica. Cualquier asomo de convergencia y armonía entre el sustrato de la fe -sea esta la eclesial o la individual- y el conocimiento positivo de todo lo natural y perceptible queda exclaustrado del mundo real, bajo el dominio excluyente de todo lo que no sea la convicción subjetiva.

Ese énfasis en una fe que excluye todo cuestionamiento crítico fundamentado en la razón humana, probablemente variante radical e individualista de la versión del sola fide, es la primera evidencia de que el esfuerzo de Tomas -no el dubitativo del Evangelio, sino el de Aquino- por aunar ambas realidades y no aislarlas entre sí, germina en magros frutos en el presente.

 

De ahí la convicción centrada en sí misma, en el solo yo del hombre moderno, y no en la universalidad del mensaje predicado que reza al Padre `nuestro´.

 

Pero el mundo contemporáneo también le infringe un segundo motivo de olvido al insigne filósofo y teólogo de la Orden de los Predicadores. La indiferencia no proviene esta vez de motivos de fe contrapuestos a la inquieta razón humana, sino de la crítica de ésta a aquella y a todo lo que se esfuerce por aunarlas en vano.

En efecto, la segunda evidencia de olvido aparece en esos otros muchos para los cuales  la causalidad -factor común de las cinco pruebas de la existencia de Dios- es inconsecuente y falaz. No solo por lo que hace tiempo argumentó David Hume en contra del principio de causalidad y del subsecuente razonamiento deductivo (empíricamente no podemos verificar que de la misma causa siempre se siga el mismo efecto). No solo por ese razonamiento empiricista se critica la falacia de las cinco vías de Santo Tomás; también porque de la relación causa-efecto se pretende derivar todo a partir de una idea preconcebida, no verificable, pues no se cuenta con la experiencia del `todo´, de `todos los datos o acontecimientos a partir de lo cual concluir y deducir.

¿Acaso no es eso lo que empíricamente denota el `big bang´ original de cada uno de los agujeros negros?

El origen de lo natural bien puede terminar siendo simple producto del azar, sin necesidad de recurrir a Dios en tanto explicación última de todo. Así surge una sexta vía. Esta rompe, obviamente, con la fe religiosa y enarbola el pensamiento humano gracias a su rigor metodológico. De ser así, la cuestión última no es ni tiene que ser Dios, sino lo casual del absurdo azar. No es el Logos, sino la sin razón del mecanicismo, del cálculo, de la manipulación, de la publicidad o de la programada inteligencia artificial la que corona la perpetuidad de lo absurdo que deviene la finita existencia humana.

 

Una última explicación del olvido en el que yace santo Tomás de Aquino en el mundo intelectual contemporáneo es de índole ad hominem.

 

En efecto, asúmase por un instante que existe un primer motor, una última finalidad, una causa eficiente y así sucesivamente. Sin embargo, una, otra o todas esas realidades debidamente demostradas no tienen por qué ser asimiladas con el Dios judeocristiano. Afirmar que el primer motor es Dios no prueba que aquel objeto sea o pueda ser un sujeto personal, tal y como se aduce y cree en esa tradición religiosa. Más aún, nada impide afirmar que el connotado primer motor, o alguno de los otros fundamentos correlativos a cada una de las restantes cuatro vías, no sean mera energía que ni se crea ni se destruye en sus formas y momentos alternos de vida o muerte, pues solo se transforma por casualidad, al azar.

En ese contexto de argumentación y contraargumentación a propósito de la existencia de Dios en sentido judeocristiano, ¿qué decir?

– Alternativas. Si se prescinde del esfuerzo de Tomás de Aquino para probar la existencia de un único ser supremo -reconocible en tanto que es Dios- a partir del conocimiento humano de lo sensible, entonces se abren dos alternativas factibles ante cada sujeto humano, así como a su respectiva civilización y régimen de civilidad.

Primera alternativa, si es creyente, la de la suficiencia de la fe para admitir la existencia presente de Aquél y, por consiguiente, la banalidad del puro raciocinio discursivo de los humanos. Y,

Segunda, si es ante todo empírico y científicamente experimentable de forma metódica, Dios es innecesario. No es necesario ni como “hipótesis” de las leyes de la naturaleza (Hawking), ni la fe es capaz de creer en algo más que en sus propios deseos e ilusiones. Y, claro está, no faltarán las versiones a propósito de la religión, estéril a la hora de superar los efectos del “opio del pueblo” (Marx); o de las fantasías características del “malestar de nuestra civilización” (Freud), pues “si Dios no existe, entonces todo está permitido” (Dostoyevski) en “la civilización del espectáculo” (Vargas Llosa) o en la que sea que domine tal o por cual `ismo´ ideológico.

– Conclusión. En cualquier escenario, lo más razonable consiste en el legado del Tomás de Aquino. Aunar los opuestos y sustentar la existencia de todo comenzando por su primer y último aval. Si no hacemos valer la inteligencia humana en duda quedará siempre, tanto lo que creamos individual o eclesialmente, como lo que expliquemos objetivamente.

Para no ir más lejos, según Harari, los descubrimientos de los últimos siglos modifican nuestro estilo de vida y hasta nuestra biología, pero no nuestros instintos ni satisface nuestros deseos.

La historia nos muestra cómo avanzamos desde los árboles a las cavernas y el fuego, de las canoas a los galeones y así sucesivamente mientras nos acercamos a ser `dioses´, pero ni alcanzamos la utopía ni la felicidad. Más bien permanecemos insatisfechos, infelices, a veces desilusionados, lejos de mejorar. En ocasiones incluso seguimos estáticos y sin avanzar. El Sapiens ni siquiera sabe “en qué desea convertirse” (Harari).

En ese contexto de desafíos e incertidumbres, finalizo recordando cuánta razón tenía ese fraile mendicante revestido de pobreza y humildad que fue Tomás, al fundamentar cuanto sabemos, hacemos y deseamos en el ser supremo al que a diario significamos. Él nos descubre la verdad según la cual “el secreto de la existencia humana no es solo vivir, sino tener algo por lo que vivir” (Dostoyevski). Sea ese “algo” -o más bien `alguien´, diría yo- la respuesta última a una debatida cuestión que no solo es de índole ontológica (Anselmo de Canterbury, Descartes), sino sobre todo existencial. “La cosa” heidegeriana es y sigue siendo, tanto “to be or not to be”, como Logos o absurdo.