
Mi hermanísima hermana Mukien Adriana y el Instituto Nacional de Migración pusieron en circulación el segundo tomo de “La Migración China en República Dominicana” que abarca el período 1961-2018, en el marco de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra. El primer tomo homónimo pero que abarca desde 1862-1961, investigado y redactado por el “plimo” José Chez Checo, había sido editado por la Academia Dominicana de la Historia.
Así se cerró el ciclo de la historia de una comunidad de migrantes que padecieron y sufrieron el “san benito” del bullying y el repudio al “diferente” que sufrimos todas las migraciones en el planeta Tierra, desde las hordas de homínidos pre-históricos hasta los refugiados forzosos de Ucrania.
El Dr. David Álvarez, en una improvisada introducción a la puesta en circulación del enésimo libro de Mukien Adriana, reflexionó si alguien presente en el Auditorio de la Pucamaima tenía más de un siglo de echar raíces en tierra dominicana, quizás dos siglos. Concluyó que todos procedemos de algún ancestro que “migrando” recaló en estas tierras, como suponiendo que por el exterminio de los taínos, en nuestra isla no hay pueblo originario, como es el caso de Mesoamérica y el mundo andino y amazónico.
Aclaro: ni los taínos ni los caribes son originarios de estas tierras porque procedían de la Amazonía, posiblemente de la etnia más numerosa: los yanomami. Que tampoco son originarios de ahí, porque se ha establecido que el poblamiento de las Américas vino por el estrecho de Bering que nos separa de Asia, y por la vía marítima desde la Polinesia; incluso con pruebas arqueológicas de asentamientos prehistóricos procedentes del sur de Japón en el norte de Chile.
Si se quiere detener y recurrir a la “tesis” del origen del homo erectus al cuerno de África, se ha establecido la presencia arqueológica del erectus tan al sur como Sudáfrica. Para hacer corta la historia, les remito al Museo de la Evolución Humana de Burgos, en España, a través del enlace de National Geographic siguiente: https://historia.nationalgeographic.com.es/a/nuevo-espacio-para-conocer-nuestros-origenes_2847
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Volviendo a los libros, es una historia que se repite, desde hace dos mil años en el ámbito del sudeste asiático hasta la historia de la inmigración china a nuestro Caribe y que no llega al bicentenario.
Una constante que deseo recordar con cierto dejo de dolor de inmigrante, es el sentimiento en el alma que produce el “bullying” (ese anglicismo que en el español castizo se conoce como asedio, acoso y en el vulgar, lo conocemos como fuñir, joder). Lo digo para completar el expediente. Ya nadie recuerda la frase con que se nos asediaba a los chinos: “Chino palangüeta, come mierda con paleta.” La agresión verbal era tan denigrante, que nuestro padre nos advirtió “que no le aceptáramos a nadie dicha expresión y que si es necesario responder con energía, podíamos enfrentar al agresor”.
En atención a dicha admonición paternal, hube de encarar en la década de los sesenta del siglo pasado a sendos “agresores”, uno en Santo Domingo cuando venía de vacaciones a donde los Leo por las inmediaciones de “La Voz Dominicana” y otro a la salida de mi Escuela Anexa, en Santiago de los Caballeros. Es una comparación de la integración de la Colonia China en la comunidad criolla nacional, o ¿ha sido al revés?
Y si me sacan en cara que el planeta es el límite les recuerdo aquel dicho de que «somos polvo de estrellas…» para empezar de nuevo la discusión.
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La apelación a la solidaridad porque todos somos migrantes es loable, pero encuentra un escollo: la necesidad de la auto-identidad, que antropológicamente se inició con relación al “locus”: ustedes los del río arriba, nosotros los del río abajo, para ejemplificar.
Del “locus” pasamos a diferenciarnos por los oficios: ustedes los pescadores, nosotros los agricultores. El siguiente paso nos lleva a las costumbres: ustedes los sedentarios, nosotros los nómadas. Así llegamos a las creencias: ustedes los que creen en los dioses del bosque, nosotros los que creemos en un solo dios.
Y nos olvidamos de lo que une para acentuar lo que nos separa, para así nunca acabar.