Aunque era temprano ya la sala estaba repleta. También mi cabeza estaba llena de sueños. Sería la primera vez que postulantes a la Presidencia confrontarían sus ideas y nos dejarían en las manos una herramienta eleccionaria. Busqué en la penumbra dónde acomodarme. Noté que solo habrá tres, los minoritarios estarán desde ahora en descarte sin escrutinio.
¿Quién soy? ¿Por qué estoy aquí? No soy un político. Degradado lo político de ciencia y arte a marketing partidarista, el manejo de las polis y la cosa pública, no requiere procesos de elaboración política, sino poder mediático. Así que ya no hay que debatir sobre políticas económicas, educativas, de seguridad, territoriales, etc. Lo gubernativo hoy es imaginario. Solo son reales los problemas. De hecho, el pueblo ha encontrado sinonimia entre político y corrupto.
La homologación del comportamiento que se ha establecido como práctica entre los sujetos actores sociales, resultado de la muerte de las ideologías, y la puesta en uso del concepto de consenso, oscurece los escenarios a tal magnitud que hace imposible la diferencia. En el panorama de lo mismo la repetición de lo esperado no se posterga. Es la libertad de las élites políticas, el círculo vicioso de poder cómodo.
Recordé la definición de “debate” propuesta por la RAE: “Sacudir. Discutir un tema con opiniones diferentes”. Temas pendientes que esperan sacudimiento: la vulnerabilidad de la frontera con un conflicto binacional y una valla endeble, la seguridad ciudadana (103 víctimas mensuales en tiempo de paz), la corrupción de hoy y de ayer (calamares, pulpos y medusas navegando sin sentencias), salud y epidemias, crimen y delito a la puerta del Congreso y de ministerios.
Los registros conductuales donde no es posible identificar variabilidad ni intención, constituyen un pobre panorama para hablar de democracia, según la psicología política. Estos discursos nos recuerdan las matemáticas del filósofo Sisek, según la cual la simple suma del perdedor más la abstención en una contienda electoral, da como resultado una aplastante mayoría.
No hubo debate porque los discursos estaban homologados. No hubo debate porque para ello debía previamente haber oposición.
El debate habría sido interesante pues los actores han estado y están involucrados en la administración del Estado, de modo que esperaríamos un cuestionario para identificar responsabilidades, amenazas y soluciones a flagelos viejos, y que la desesperanza aprendida ha sacado de agenda. ¿Cómo identificar los riesgos de la descomposición si lo que hay es propaganda y conciliábulo?
No hay problema gremial que no se resuelva con un aumento de sueldo, las ONGs ya tienen sus agendas previas cónsonas con sus financiadoras; de modo que no habrá marchas con colores y sombrillas ante el fracaso del cuatro por ciento. Solo un antiséptico ambiente, para el transparente tácito acuerdo entre las partes (es el fin de los oscuros acuerdos de aposentos) donde no cabe el interés nacional.
Es la era del consenso, magma que inmoviliza la democracia si ésta fuera pensada como “poder del pueblo”. Lo verdaderamente democrático es el disenso, poder alzar una voz disidente sin el corsé o la yugular propios de las dictaduras. Pero quedamos todos fuera del debate. Siempre ha sido así, en tanto que los asambleístas representan a sus partidos, no al pueblo.
En la actual obsolescencia de valores donde la realpolitik afirma el pragmatismo por encima de cualquier ética, hemos terminado aceptando todo tipo de conciliábulos enmascarados como consensos en nombre de la democracia. Pero resulta que el pueblo nunca ha participado de ellos. Y terminamos aquí, en el escenario de la diatriba, donde ninguno de los temas medulares sería tocado.
Todo estaba listo para el debate del siglo. Un suave aroma a Carven impregna la sala, paños como para fiesta, murmullos muy quedos hacían adivinar que no habría imprevisto desorden. Ocupé mi asiento. Silbido de feedback, micrófonos ajustados, pantallas en azul, tres siluetas idénticamente vestidas ocupaban casetas. Todo estaba listo para el debate del siglo…
Y desperté ante el monitor de mi computadora para espectar poco menos que un diálogo incipiente entre amigos. No hubo debate porque los discursos estaban homologados. No hubo debate porque para ello debía previamente haber oposición. Hubo una puesta en escena: los actores son los mismos y los espectadores no han sabido ocupar el escenario. La repetición del mismo acto, aunque haya cambiado la tramoya.
Todo sigue pendiente, pero ya ha caído el telón.