“Por Natacha [Henríquez Lombardo] me he enterado que el Fondo de Cultura ha editado un libro de Pedro, ignoro el título. Tengo la ilusión de que algún día conoceré ese libro. Lo molesto para pedirle que sea usted mi puente con esa editorial y pueda yo cobrar los derechos de la edición. Mi situación con el Fondo de Cultura Económica es semejante a la de las indias mexicanas antes de la revolución: siempre le debían dinero a la hacienda en donde trabajaban… Ojalá que en este caso algo me reste y, por medio suyo, yo pueda recibir lo que me asignan.” Así discurre una misiva de Isabel Lombardo Toledano, viuda ya de Pedro Henríquez Ureña, dirigida a don Joaquín Díez Canedo el 11 de enero de 1960. Hay historia con mucho lastre detrás de estas palabras, tiznadas por destellos mendicantes y exigentes a la vez…

Pedro, Isabel, Natacha y Sonia.

El gran intelectual dominicano había devenido en simple profesor de un colegio argentino, de donde provenía el grueso de sus ingresos. Él, que “además de ser profesor y conferencista –y de rechazar el antihispanismo y el imperialismo estadounidenses, y de soñar con una América unida–, había publicado sus libros Ensayos críticos, Horas de estudio y La versificación irregular en la poesía castellana; había escrito en diarios y revistas de varios países, participado de la reforma educativa en México y colaborado en la fundación de la Universidad Popular. Y no había abandonado todo eso a cambio de un puñado de horas de clases en un colegio secundario solo por gusto. Se había enemistado malamente con el político y escritor mexicano José –Pepe– Vasconcelos, su gran amigo hasta entonces, por problemas de política educativa, retorcijones de poder y un dinero invertido de a dos que el otro, decía Ureña, no reconocía. Y con Vasconcelos como enemigo y secretario de Educación en México, sus caminos en ese país estaban cerrados. Pensó que la Argentina era un lugar posible para hacerlo todo.” (Leila Guerreiro, Pedro Henríquez Ureña, El extranjero, Enciclopedia de la filosofía mexicana, Siglo XX, 2003).

Portadilla de un libro argentino sobre PHU

Antes, se había casado con Isabel Lombardo Toledano “una mexicana soberbia, hija de una familia opulenta”. Y Pedro no era un proveedor precisamente abundante. Habían vivido en principio en una pensión de la calle Bernardo de Irigoyen en Buenos Aires, “pero pocos días después se mudaron a la ciudad de La Plata, a la casa de la señora Astete”, madre de Elsa Astete Millán, quien sería después la primera esposa de Borges. Para 1925 instalaron casa propia en la calle 7, esquina 51. Sin embargo –sigue contando Guerreiro–, el humor de Isabel no mejoraba: “no toleraba la escasez de dinero, la modestia de un sueldo de profesor. Se decía, en La Plata, que la joven esposa de don Pedro Henríquez Ureña vivía llorando”. No obstante, él la amaba sin reparo, como le cuenta a Alfonso Reyes en una carta: “así como sólo una mujer había podido ser su madre, sólo imaginaba una para ser su esposa. Y esa mujer era Isabel”.

Intentaba mejorar su caudal a toda costa. Daba clases, dictaba conferencias, publicaba en la Revista de Filología Española, en el diario La Nación, en la revista Martín Fierro… Escribió en colaboración un libro de uso en colegios primarios, El libro del idioma, y Seis ensayos en busca de nuestra expresión. Publicó antologías, escribió cartas, prologó, recomendó, investigó… Y todavía no alcanzaban los ingresos. Solicitó y obtuvo la suplencia de la cátedra Literatura de Europa Septentrional en la Universidad de La Plata, pero una resolución del Consejo Académico dispuso que sólo podrían ser profesores titulares los argentinos nativos y extranjeros naturalizados. Pedro era un polígrafo (nunca mejor dicho), pero también pluriempleado, multifacético: un pulpo intelectual con patrimonio exiguo.

Se fueron entonces a vivir a Buenos Aires, desde donde Pedro viajaba tres veces a la semana hacia La Plata, su fuente literalmente de plata, su venero pecuniario. Alcanzó a duras penas ser profesor adjunto en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, aunque nunca titular, acaso por lo que luego diría apenado Borges: “Creo que no le perdonamos el ser dominicano, el ser, quizás, mestizo, el ser, ciertamente, judío”. Realizaba mil cosas poco remunerativas, como integrar el Consejo de Redacción (junto a Borges, Alfonso Reyes, Jules Supervielle, Ortega y Gasset, Drieu La Rochelle, Eduardo Mallea) de la revista Sur, de Silvina Ocampo. Consta que Pedro se reunía semanalmente con ésta –sin su familia, porque a Isabel le disgustaba particularmente Silvina, mientras que sus niñas Natacha y Sonia aborrecían por entonces los estudios y la literatura (Guerreiro dixit).

Abrumado, Pedro aceptó dirigir la Superintendencia General de Educación en su natal Santo Domingo, en los inicios del gobierno de Trujillo. Apenas dos meses le bastaron para ver venir la dictadura en ciernes y a galope. Y se marchó, de vuelta a Buenos Aires, y jamás volvió a pisar suelo nativo. Nuevamente impartió clases, y se hizo accionista, director y asesor de la Editorial Losada (para la cual eligió, prologó y corrigió 40 títulos de la colección Cien obras maestras de la literatura y el pensamiento universal). El dinero no alcanzaba todavía en 1940, cuando la Universidad de Harvard lo invitó a ocupar la cátedra Charles Elliot Norton (como antes, por ejemplo, T. S. Eliot, Robert Frost e Igor Stravinsky, y después otros grandes como Octavio Paz, John Cage, Frye o Umberto Eco). Isabel, mientras tanto, se quedó con las niñas en Buenos Aires.

Isabel, Isabel, a la que tanto amaba, por la que daba todo pese a todo, como el amor enseña. Solamente la poesía aproxima al individuo al grado de expresión preciso para un sentimiento así. Pedro escribió muy pocos poemas, aunque los suficientes para dejar filtrar amor por ellos, como revelación desgarradora:

Todo lo que pasa es bello

A Rosa Anders Causse

 

Un resplandor de aurora te anunciaba.

Y en el trino del ave Poesía

un júbilo mirífico estallaba:

la aparición del astro predecía.

 

Y fue un meridional deslumbramiento.

Toda se conmovió la selva agreste.

Sonar el alma absorta oyó en el viento

una cantiga lírica y celeste.

 

Recogida en fervor, y temerosa,

osó mirar al cielo el alma mía:

¡oh visión inmortal de oro y de rosa

nunca soñada por la fantasía!

 

Si, sobre el sol hermosa, estrella rara:

toda la luz del sol, más dulce y pura;

la piedad de Selene cuando ampara

de los amantes tristes la tristura.

 

¡Ay! cuando más absorta se extasiaba

sintió mi alma ensombrecerse el cielo:

raudo, fugaz, el astro se alejaba.

Reinó la noche: el insondable duelo.

 

¿Fuiste un astro fugaz? ¿Una quimera?

Con la mirada en el confín distante,

tímida suplicando, mi alma espera,

que surja una vez más el astro errante!

(La Habana, octubre 24, 1905. En “Versos”, edición y prólogo de Néstor E. Rodríguez, Editora Nacional, Santo Domingo, 2012)

Al regresar de la cátedra, todo seguía igual en casa, salvo que su corazón le daba sustos de vez en cuando, aunque nadie lo sabía. Trabajaba incansablemente, bajo la amenaza latente de ser despedido, pues se encontraba en una lista de desafectos al gobierno de Perón. Andaba mal de salud y de bolsillo, aunque su prominente padre había sido presidente de su país, y su hermano Max fuera el embajador de la República Dominicana en Argentina. Así, ocurriría lo peor: Pedro falleció de un paro cardíaco (o de una embolia cerebral: no se le practicó una autopsia) en 1946, mientras se dirigía en tren al Colegio Nacional de La Plata. No fue velado en la embajada, como deseaba Max, sino en su casa. A su sepelio acudió Jorge Luis Borges, elegido por la Sociedad Argentina de Escritores para ello. Las palabras ante el cadáver corrieron a cargo de Ezequiel Martínez Estrada, quien no pudo terminar de hablar, sepultado su discurso por las lágrimas.

No hubo duelo oficial, salvo por las palabras “diplomáticas” del señor embajador, quien habló en nombre del gobierno al que representaba, seguramente refrenando su aflicción: al fin y al cabo, se trataba de su hermano mayor, su guía, mentor, amigo, compañero. La viuda y ambas hijas, ahora ciudadanas de Argentina, continuaron padeciendo de problemas económicos, de ahí la carta del principio de este artículo en la que Isabel exige el pago de derechos por las publicaciones en México.

El cadáver de Pedro fue cremado.

Su persona se hizo humo, su complexión ceniza.

Su escritura es indeleble.