Durante muchos años, las crónicas sobre salud pública estaban dirigidas principalmente a los médicos y a un público limitado. En la segunda mitad de la década de los 70, hubo un programa de planificación familiar a través de la televisión del Estado. Hace poco, preocupado por el volumen de los disparos en varios barrios, me pregunté por el impacto en el sistema nervioso y la salud cardiovascular de la comunidad. Dicha situación no se produce únicamente en los barrios fuera de la ley. Por casi toda la capital Puerto Príncipe y sus alrededores, siempre hay conciertos de boca de cañón al anochecer. Por supuesto, algunas semanas son más terribles que otras.
Los cirujanos pueden hablar de situaciones mucho más complejas. El 20 de noviembre de 2020, tuve el honor de escuchar al responsable del departamento de cirugía del Hospital General en la facultad de medicina. Cuando el decano de la facultad le llamó por teléfono para pronunciar una conferencia, confesó que recibiendo una llamada a las 10 de la noche, le vino a la mente que se trataba de un caso urgente de herida por arma de fuego.
En nuestra capital, en cuanto se manifieste la temida acústica de las armas a los oídos del ciudadano, pensamos en la sección de urgencias del departamento de cirugía del Hospital General. También pensamos en la salud mental de quienes trabajan en este hospital, porque ellos han conocido tragedias.
En los años 80 del siglo pasado, la clínica del cardiólogo parecía una extensión de un monasterio tibetano. Con majestuoso e intenso silencio; donde el paso de cada mosquito llevaba una dimensión acústica. Se decía a los jóvenes del vecindario que no hicieran ruido en las inmediaciones de la clínica, ya que esto podría afectar a la ya frágil salud de los pacientes mayores. Cuarenta años después, este sector se ha transformado radicalmente: unos pocos carteles descoloridos conservan aún cierta respetabilidad social, pero la presión demográfica y el perfil de los pacientes del mismo cardiólogo cambió mucho. La estadística de infartos se ha disparado y los accidentes cardiovasculares han pasado a formar parte de nuestra rutina diaria. Los jóvenes sufren de presión arterial alta y crítica.
Un reciente escándalo nos ha recordado las grandes responsabilidades de la administración hospitalaria; especialmente en tiempos de guerra y sin los medios adecuados para asumirlas. El generador comprado a crédito fue tomado por indebidas manos. El hospital de la otrora Yaguana tuvo que cerrar porque los médicos ya no podían trabajar con la linterna del teléfono. Esto sucede después de un periodo en el que el suministro de oxígeno, combustible y agua constituía una hazaña para todos los hospitales. Los proyectos y sueños de algunos administradores pioneros deberían inspirarnos posibles soluciones ante los peligrosos y complejos problemas actuales. Nadie ha intentado estudiar los secretos del éxito de la metodología administrativa creada e instalada pacientemente por Auguste Maingrette en el Hospital General en los años 60 y 70.
Y aquí estamos en la actualidad, con las consecuencias de un Estado que se niega a interesarse por la «Salud Pública».