Hay heridas que se abren con cada golpe del tiempo, con cada palabra no dicha y cada silencio que se incrusta como filo en el presente. Era el 14 de enero, exactamente a las 5:55 de la tarde, en la intersección de la calle Emilio Aparicio con Máximo Avilés Blonda. Una tarde cualquiera en el ensanche Julieta, salía del trabajo, contenta de sentirme en casa.
El atardecer en el Caribe no se parece a ningún otro. Para quienes llevamos años lejos, su luz tiene algo de revelación callada, de presagio sutil, ese susurro dorado que se desliza sobre las cosas como si las acariciara desde dentro, volviendo líquida la tarde, no es solo un juego de colores, sino un recordatorio de lo que fuimos y de lo que el tiempo ha transformado, una luz que toca la memoria como persona que retorna, ese cielo que devuelve aquello que creía perdido, un fragmento de eternidad para quien sabe mirar sin prisa.
Me detuve con urgencia a capturar el espectáculo que ofrecía la naturaleza, ese instante suspendido entre el cemento eterno de la ciudad y un cielo desbordado de naranjas, rosados, lilas claros, destellos de un naranja neón, esa paleta imposible que solo ocurre entre diciembre y enero en esta región del mundo.
Entonces ocurrió.
Un agente migratorio corre hacia mí desde una camioneta blanca, como si el destino del mundo dependiera de ese instante, se me abalanzó, como quien ensaya una escena de poder que conoce demasiado bien. No fue un acto de control administrativo, fue una coreografía oscura de fuerza e intimidación, una violencia que se desplegaba con precisión milimétrica.
¿Qué clase de necesidad empuja a un hombre de seis pies a invadir el espacio de una mujer de 5 pies y 4 pulgadas? ¿Qué mensaje busca transmitir con esa cercanía desbordada de autoridad? No fue mi gesto lo que resultó sospechoso; fue mi sola presencia.
Su amenaza no estaba en lo que decía ni en la forma, sino en mencionar otros cuerpos del estado que lo sostienen y lo avalan, según aquel agente migratorio que tampoco se identifica.
El asco llega como una revelación amarga. La podredumbre no solo está en él, sino en el mecanismo que se lo permite y le exige cuotas.
Resistir es sostener la mirada y continuar, no por esperanza ingenua, sino por el simple hecho de persistir y reafirmar mis derechos constitucionales como un gesto de que soy no solamente una ciudadana, pero también humana.
Me pregunto, por qué debe mencionar los otros cuerpos del estado? ¿Para intimidarme? ¿Para qué le diera dinero?
Mi cuerpo en el espacio público, una mujer negra con un afro, fue la verdadera transgresión.
¿Qué delito exactamente estoy cometiendo al fotografiar el atardecer?
¿O será que algunas presencias están siempre bajo vigilancia, siempre a un paso del castigo?
Lo que me termina de salvar de dicho encuentro, no es mi ciudadanía dominicana, sino el DNI español que aun llevo en el portamonedas, por haber vivido en ese país durante los últimos 20 años.
La paradoja más cruel: en mi propia tierra, suelo dominicano, el escudo de la vieja metrópoli aún tiene más peso que el del país mismo. Poseer un DNI español, fue lo que me devolvió el derecho a existir sin ser cuestionada.
¿Y el que no tiene doble nacionalidad? ¿O el que no tiene para pagar si piden dinero?
¿Qué pasa con esa gente? ¿A quién le importa esa gente? A quién?
Y entonces surge la pregunta que nadie quiere responder: ¿qué nos ha llevado a esto?¿Cómo llegamos a reproducir con tanta eficacia las mismas estructuras de poder que nos aplastaron durante siglos? Somos hijos de la colonización, pero también lamentablemente sus fieles guardianes. Nos miramos unos a otros con la sospecha heredada del colonizador, perfeccionando su mirada, multiplicándola en cada esquina.
Aquí, quien se atreve a nombrarse negro sin vergüenza y sentir orgullo por ello es visto como un provocador. La negritud en lugar de ser celebrada, sigue siendo una herida mal cerrada, un eco de algo que no queremos mirar de frente.
¿Cómo no repudiar un sistema tan putrefacto que se alimenta del miedo y la opresión, que vive de su propia capacidad de aniquilar lo diverso y lo libre? ¿Acaso no están las fuerzas del estado para proteger al ciudadano? cuyos cimientos no parece ser la justicia, sino el control, ¿la disciplina del cuerpo ajeno?
¿Qué impulsa a un hombre que no se si andaba armado o no, a acercarse con ese nivel de intimidación a una mujer sola en una esquina? ¿Qué fantasmas del pasado lo empujan a llenar el silencio con el peso del poder? ¿En qué momento dejó de ser el servidor de la ley para convertirse en su caricatura más siniestra, en el actor perfecto de una obra que solo conoce el lenguaje del hostigamiento?
Una acumulación de prejuicios, de miedos heredados, de ansias de dominio que se despliega bajo el disfraz de una función pública. Lamento decir, que al parecer no conocemos nuestra historia, ¿se nos olvidó como nos oprimió Trujillo? ¿Se nos olvido como nos oprimió su mano derecha Balaguer? ¿O sencillamente nunca nos enteramos? O peor aún, no nos importa?
Y lo más alarmante es que hemos aprendido a convivir con esta violencia, a verla como parte del paisaje dominicano, como si fuera natural que el poder sea arbitrario, como si no tuviéramos derecho a esperar algo mejor.
Recordar no solo es vivir; es una declaración existencial contra la normalización de lo intolerable. Me pregunto si todos conocemos nuestros derechos constitucionales. Me pregunto qué sucede realmente cuando estos son violentados. ¿En el 2025 seguimos todavía atrapados en el pensamiento resignado de “deja eso así”? ¿Qué precio tiene ese silencio colectivo, esa aceptación que se disfraza de prudencia mientras la injusticia se acomoda cada vez más?
Porque señalar la herida no es rendirse. Señalar la herida es el primer paso para curarla. Y mientras existan quienes se atrevan a hablar, a sostener la mirada frente a las estructuras que quieren devorarnos, aún queda esperanza.
Me niego a aceptar la normalización de lo intolerable; porque mientras alguien sostenga la mirada frente a las estructuras que buscan devorarnos, aún queda una grieta por donde se filtra la esperanza. Artículos 38, 39 y 40 de la constitución nos recuerdan que la dignidad, la igualdad y la libertad no son concesiones del estado, sino derechos fundamentales. Negarlos es despojarnos de nuestra humanidad.
El recordatorio constante de que existir, sobre todo en un cuerpo como este, negro, marcado por una mirada todavía colonial, es inevitablemente resistir. No porque la historia nos lo conceda, sino porque cargar con el peso de lo real ya es un acto de afirmación. Resistir es sostener la mirada y continuar, no por esperanza ingenua, sino por el simple hecho de persistir y reafirmar mis derechos constitucionales como un gesto de que soy no solamente una ciudadana, pero también humana.
Una manera de decir: aún somos. Y en ese ser, en esa lucha constante contra el absurdo, está la posibilidad radical de devenir algo más, algo mejor. No porque estemos destinados a ello, sino porque aún podemos elegirlo, construirnos de nuevo.