Quizás toda la ecuación trágica de la vida se reduzca al hecho de que tenemos miedo. Desde el mismo instante en el que nos aferramos a una mano por miedo a caer, empezamos a ver el mundo como un lugar que nos amenaza. Desconocemos el destino final de la caída, el abismo insondable nos aterra, nos acecha desde abajo, en el fondo mismo de la caída. ¿Qué existe ahí? ¿Qué nos depara ese fondo?

 

Es por ello importante dejar a los niños tropezar y caer, porque nada más cercano al hombre que el terreno firme bajo sus pies. Hay temor a sentir que nos falta el suelo, un miedo atroz a no hallar zona segura que pisar y esto reduce nuestras posibilidades de abrirnos al otro. Somos propensos a pensar que el otro quiere hacernos daño. De ahí proceden, con frecuencia, los malos entendidos que extienden como gota de agua en un estanque su círculo de expansión al infinito. Sentimos aprensión, cuidado con todo lo que nos rodea. La amistad, la pareja, las relaciones laborales, el dialogo político, toda actividad humana es contemplada como zona de abismo. Lo peor de todo es nuestro constante temor a caer en una trampa, si lo podemos llamar así, por eso nos vemos precisados a atacar al percibir al otro como un enemigo, un posible depredador de quien somos presa. Es de ahí, de ese irracional temor, del que parten muchos de nuestros conflictos. Hay personas que desarrollan tendencias a veces patológicas. Personas que en su exceso de celo se vuelven despiadadas, malvadas, insensibles y egoístas, aquellos a quienes no les importa su entorno y cuya única razón de ser es acumular, tener posesiones, protegerse, aislarse desde un confort siniestro.

 

¿Cuál es el sentido de poseer una mansión salvo evitar todo contacto con tus semejantes? ¿Cuál el sentido de tener un carro súper lujoso, sino evadir la relación propia de quien camina libre por la ciudad? Me gustaría saber qué hace distinto a un hombre de otro hombre. Tal vez el hecho de tener en el ropero una cantidad enorme de zapatos, abrigos de visón, tener las camisas y los trajes suficientes con los que ir por la vida, le haga sentirse mucho más seguro. ¿No será que, en su miedo a caer, se cubre en exceso por el temor a quedar desnudo?

 

La escalera en espiral en la que estamos sigue bajando, adentrándose en el tejido social y se hace cuerpo, estrato de referencia, grupo étnico, país, comarca. Pienso que los hombres más libres son aquellos que no temen aventurarse en todo el sentido de la palabra. Atreverse a abrir espacios en lo social, en lo político, en el amor, porque no le tienen miedo al cambio, a lo desconocido y aun a pesar de no saber qué hay detrás de la puerta, arriesgan y se lanzan. Y quien se lanza desde un aeroplano, lo debe de hacer sin ninguna duda alegre y cargado de optimismo. Cuando miramos el rostro de los muy poderosos, sean ricos, hombres de empresa, políticos o sea cual sea su condición, lo que más llama la atención es lo circunspecto de sus facciones. Les falta la sonrisa porque no saben reír, ni relajarse, ni sentir. Tienen un enorme pánico a la caída y es que no están a ras de suelo por vivir siempre en las alturas. Es de ahí de donde procede su mal humor, de esa necesidad acérrima por afirmarse. Están dispuestos a todo por conservar lo que tienen, por mantener sobre todas las cosas las leyes conocidas, luchando por impedir que nada nuevo ponga en peligro su existencia y sus privilegios. Hay otros que no poseen esa obscena aspiración por el poder, por lo tanto, no sienten ese miedo a tocar tierra. Son aquellos que consideran que estar en las alturas jamás será un fin en sí mismo.

 

Vivir sin temor es saber que las caídas y los cambios son parte del crecimiento espiritual del individuo. No reconocerlo, es ya de por sí una caída.