No había té, pero sí fuimos tres personas en nuestro núcleo familiar: mamá, papá y yo, en nuestro universo, donde siempre hubo lugar para quien quisiese hacer una visita. Recuerdo a mi papá llegando a casa en La Arboleda en su bicicleta, y solo bastaba con ponerle la mano al picaporte para saber que ya había llegado, gritándole a mamá desde el jardín su avenir. También lo recuerdo preparando su equipo de buceo los viernes, era como una especie de ritual semanal muy sagrado para él que siempre respetamos. La enfermedad de papá fue apareciendo inoportunamente, poco a poco, como quien dice coloquialmente “como un suero de miel de abejas”. Ya a papá le costaba subirse a la bici, el viaje desde su habitación hasta el piano era más largo, ya le daba miedo decirme para ir a correr. Mamá y yo lo notábamos, fuimos observando la situación mientras iba ocurriendo e intentábamos convencerlo de ir al médico, pero ¿Cómo uno le decía a mi papá que poco se estaba apagando? Ortopedas, cirujano de manos, neurólogos, pruebas de laboratorio, visitas al psicólogo, psiquiatra… ¿Quién o qué era este intruso que se quería sentar a tomar el té con nosotros tres? La noticia de la enfermedad de papá nos dejó atónitos, no había una sola palabra en el diccionario que pudiese ayudarnos a entender por qué esto estaba pasando. En casa, los tres juntos, mirándonos como si buscásemos las respuestas en alguno de nuestros ojos. Y pronto ya no hubo bicicleta, ya no preparaba su buceo de los sábados, ya no me decía para correr y cada vez escuchamos menos su voz. Un mes entero en la unidad de cuidados intensivos, era nuestra segunda casa, mamá y yo íbamos religiosamente dos veces al día a visitar a papá. Aquí aparece Leo, un alma noble que desde el principio nos ayudó con todo lo que necesitásemos, desde una cama de posición hasta llevarnos un ventilador de emergencia a las tres de la mañana. Una traqueotomía, un ventilador artificial, mamá y yo más nunca escuchamos la fuerte voz de mi papá. Y así, los tres empezamos un largo camino batallando con una enfermedad que se llevaba a mi papá poco a poco, con lentitud. Me levantaba todos los días mirando el nuevo panorama en la casa: mamá sentada justo al lado de papá y la enfermera que cuida de él en el otro costado. No entendía por qué mi papá, siendo tan libre, esté condenado a un ventilador artificial que lo ayudaba a existir, porque, ¿realmente a eso se le puede llamar vivir? La mirada de mis padres me rompía, no lograba descifrar a quién consolar primero, tenía el alma destruida. Pero poco a poco, empezamos a tener una nueva rutina, nuevos rituales, quizá no podíamos irnos los tres a caminar por Altos de Chavón, pero encontramos un placer parecido en llevar a papá al área común del edificio a tomar sol. Y yo aprendí a ver el panorama con otros ojos, apreciando el amor que hubo entre mis padres; nunca vi a nadie cuidar de alguien como mi mamá cuidó de mi papá durante los últimos cuatro años. Vi a mamá dedicarse a la enfermedad de papá con una devoción inconmensurable y entre algunos días de dolor y frustración pude entender que esta prueba no era suficiente para eliminar el joie de vivre entre los tres. Entre canciones de los Bee Gees y Julio Iglesias, películas de Coppola, vitamina D y el amor que hubo entre los tres, papá pudo hacer este viaje con menos dificultad. La muerte de mi papá es el ejemplo perfecto de hasta que la muerte nos separe, porque, agarrado de la mano de mi madre y mirándola como quien dijese “gracias por todo lo que has hecho por mi en esta vida”, su espíritu decidió dejar horizontal a su cansado cuerpo para conducirse eternamente por los caminos del más allá.

Estas palabras se las dedico, a mi mamá, Ramona Fernández, por cuidar de su esposo con tanto amor y entrega y por enseñarme que la fórmula del amor eterno es elegirse día a día. A Leo Marrero; nuestro guía en este camino. Julia, Margarita y Marleny, enfermeras que trabajaron arduamente, cada día.  Al Doctor José Abreu, por no perderle ni pie ni pisada a su paciente más risueño. A la Dra. Carmen Barbosa, nuestra vecina, porque las puertas de su casa estuvieron siempre abiertas para una consulta de emergencia. A sus primas Jacqueline, Roxanna y Alexandra Mejía, porque siempre tienen a papá presente en sus oraciones y le endulzaron la vida con postres y lindas cartas.  A mi primo Mario Virgilio, porque supiste acompañarnos en ese primer trago amargo cuando nos dieron la noticia. A mi primo Luis Emilio, casi mi hermano; por demostrarme que no importa la lejanía que pudimos haber tenido por nuestra crianza, la sangre pesa más que el agua y el amor se construye.