Este pasado sábado 25 de noviembre recibí la noticia de mi muy sentida muerte. El teléfono sonó y sonó con su timbre persistente y, como no acudí a tiempo, oí a amigo Juan Freddy Armando en una nota de voz, urgiendo: “tengo que hablar contigo”. Necesitaba que yo mismo desmintiera mi anunciada defunción, una acción bastante complicada para un cadáver.

–Es León, literalmente de este lado, poeta –respondió mi garganta cavernosa como los personajes tétricos de la serie Sombras Tenebrosas: –te devuelvo la llamada desde el Más Allá electromagnético de mi aparato celular.

Hasta ese momento la cosa parecía sólo un trance jocoso, divertido, y más alimentado por un WhatsApp de Jimmy Hungría: “Recibe mi más sentido pésame por tu fallecimiento, querido amigo. Nunca te olvidaremos y siempre te recordaremos.”, cuando entonces me escribe el presidente del Pen Club Internacional de la República Dominicana, mi viejo amigo Aquiles Julián, preocupado por los signos vitales de un poeta, y me reenvía mi nota luctuosa publicada:

 

“Falleció hace tres días y sus restos en polvo

serán expuestos mañana entre 10 am y 3 PM,

Funeraria Blandino de la Lincoln”.

 

O sea, ¿que tengo tres días de muerto? ¡Por Dios: es el límite de tiempo para resucitar! Yo me quise (textualmente) morir cuando leí aquella esquela, aunque no por el posteo masivamente ya difundido por las redes, sino por el lugar del velatorio.

–¡En la Blandino ni muerto, Aquiles! –protesté. –A mí me velan con los tígueres de Villa Consuelo, o me levanto del ataúd con toda solemnidad, y me devuelvo con mortaja y todo al reino de los vivos.

A seguidas, me dijo Plinio que alguien preguntó a Basilio “para ver si es verdad –ojalá sea falso– lo de la muerte de León Félix Batista, que vi pusieron en un chat”. Y, como los poetas siempre salen por la entrada y entran por la salida, le respondí al revés del dicho:

–Estoy coleando y vivito, Chahín. Y le envié una foto, a lo que Plinio respondió: “te ves bien vivo ahí”, y me contó de un cuento (sic) de Roberto Bolaño en el que narra que él ha muerto y entonces empieza a hablar con su cadáver: mejor vivir en un cadáver vivo que en la vida de un muerto. Y, para re-matar un “¿todo bien por allá?” me texteó Alexéi Tellerías, a lo que contrarresté: “allá, bien, pero más allá preferiría no saber”.

No obstante, en ese instante (con rima, pues) comencé con insistencia a dudar de mi propia consistencia: ¿Está oscuro por el apagón de siempre o porque así es el Hades? ¿En el Cielo también se va la luz? Acudí al primer espejo a mano, pero negro con negro da negro.

–Cariño, ¿notas algo diferente en mi semblante? –pregunté a mi compañera– ¿Pupilas dilatadas, palidez, cuencas profundas, rigor mortis? Pero qué va, muchacho: según Ivelisse, yo tenía más color que la carne molida que acababa de soltar en la sartén.

–Me estoy muriendo de hambre –me espetó, con la luz de su sonrisa de mil soles alumbrando mi negrura espiritual.

–¡Y yo me muero por ti! –manifesté, recuperado de mi traspié dramático.

De manera inconveniente, y por un microsegundo, recordé los epitafios que alguna vez me hicieron Alexis Gómez –en su libro Lápida circa y otros epitafios de la torre abolida (2003)– y Arcadio Disla Brito (¿quién?) –en Flor de epitafios (2014)–, pero esta remembranza fue para peor: “cuando uno se va a morir, hasta el remedio le hace daño”. Me gustan ambos ejercicios, aunque mi necrológica final, lo que prefiero que en mi lápida se lea es esto: “Igual vestigio dejará en la tierra que humo en el aire y en el agua espuma” (Dante, canto XXIV Infierno, Comedia).

Como las tiendas por departamentos, como destacamentos la policía, Radio Bemba ha abierto sucursales en todos los rincones del planeta, y tiene cuentas abiertas en Instagram, X-Twitter, LinkedIn y Facebook, así que la “buena nueva” se internacionalizó, viajó como los polvos del desierto de Sahara, se propagó como un incendio en Canadá, pese a los cortafuegos que protegen el ciberespacio. Así, empezaron mis amigos extranjeros a tirarme citas morbosas. “Tengo una noticia negra y definitiva que darles, todos ustedes se están muriendo”, dijo que dijo Westphalen el poeta y editor peruano José Córdova. Mi amigo limeño Ludwig Saavedra invocó versos de Trilce: “Qué extraña manera de estarse muertos. Quienquiera diría no lo estáis”.  Y otro más: “cuando te mueres, no sabes que estás muerto, no sufres por ello, pero es muy duro para los demás. Lo mismo pasa cuando eres un imbécil” (Albert Einstein).

Para entonces, recobré la seriedad. Se puede morir por partes, ya lo sé. Pero ¿qué tal dos veces, tres? Yo fallecí, brevemente, hace ocho años en un accidente de tránsito, e insistí en seguir viviendo, con tal de no contribuir al calentamiento global y a la sostenibilidad del planeta aumentando la huella de carbono, y además para evitar a los parientes horas muertas de velorio.

Carece de importancia. Gracias a Heidegger sé que uno-es-para-la-muerte. Ese trance, empero, está supuesto a ser íntimo, individual, sin repetidas redondas caritas amarillas con una lágrima azul ni manitas juntas orando ni corazones negros de emojis en foros informáticos. La muerte de un poeta no tiene por qué ser un post en la Infoesfera. Pero ahí me vi, naufragando en un shitstorm gracias a que, como dice Byung-Chul Han en su trabajo No-cosas; quiebras del mundo de hoy (Taurus, Barcelona, 2021): “la digitalización desmaterializa”. Y uno termina, en código binario, enterrado sin necropsia por un montón de bits, por infoflujo de data.

Tal vez no estoy medio muerto, sino muerto de verdad. Pero “verdad” es simplemente una atribución subjetiva, como afirma Berardi: “no hay nada nuevo en las fake news. Lo que es nuevo son la velocidad y la intensidad de la infoestimulación, y por consiguiente la enorme cantidad de atención que es absorbida por la información (falsa o no)”. Eso lo debe saber mi agente fúnebre cibernético y sus repetidores. “Internet se convirtió en un espacio donde reverberan incontables cámaras de eco, repitiendo siempre un idéntico mensaje” (Franco “Bifo” Berardi, “Fake, ruido y shitstorm” en La segunda venida: neorreaccionarios, guerra civil global y el día después del Apocalipsis, Caja Negra, Buenos Aires, 2019).

Lo cierto es que, veraz o incierta, la muerte de un poeta palidece cuando uno ve que hubo más de 60 fallecidos por una explosión en agosto en San Cristóbal y por las inundaciones de noviembre en el país, en apenas un trimestre de este año. Muertes que alguien da, pero que nadie paga. Tu destino es que los otros te den muerte. “¿Cómo se da uno (la) muerte en este otro sentido en el que darse (la) muerte es también interpretar la muerte, representársela, figurársela, darle un significado, un destino?”, se pregunta Derrida en Dar la muerte (Paidós, Barcelona, 2000). “El infierno son los otros” (Jean Paul Sartre), son ustedes. “Os digo, pues, que la vida está en el espejo, y que vosotros sois el original, la muerte” (César Vallejo).

En el país del ninguneo, de los hombres invisibles; el de la muerte civil, del borrón y cuenta nueva, puede que haya perdido la gran oportunidad de hacerme el muerto, y dejar de pagar impuestos y asustar con mi fantasma a mis contrarios gratuitos. Sin embargo, en vez de eso, los dejo leyendo este artículo y me pongo a tararear bajito las letras de María Elena Walsh:

 

Tantas veces me borraron,
Tantas desaparecí.
A mi propio entierro fui

solo y llorando.

 

Hice un nudo del pañuelo,
Pero me olvidé después
Que no era la única vez…

¡Y seguí cantando!