La lectura acumulada de la prensa mundial de calidad parecería indicar que en los países más ricos, con el resurgimiento de los nacionalismos, se estarían preparando las mismas condiciones que implicaron el advenimiento de la Primera y la Segunda Guerras Mundiales.
En Francia empezaron los miedos temprano cuando en 1995, en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, quedaron como opciones posibles Jacques Chirac, un hombre de derecha tradicional, y Jean-Marie Le Pen, un hombre que en esos momentos enfrentaba múltiples procesos judiciales por su involucramiento en actos de tortura durante la guerra de independencia de Argelia. Al final lo exculparon, pero, sintiéndose seguro y reivindicado, casi veinte años después de esos hechos, remató su postura comunicando que si hubiera recibido órdenes superiores, probablemente habría obedecido y accedido a cometer actos de tortura. Parece que él no leyó a la filósofa Hannah Arendt.
Desde entonces, políticos que comulgan con esa ideología, como su hija Marine Le Pen, no han hecho más que progresar en todos los comicios franceses aunque la presentación pública de sus objetivos se haya vuelto cada vez más elegante. “La desdiabolización” es el término creado para referirse a este fenómeno.
En el 2011, en Noruega se registró una matanza tristemente célebre inspirada por esas ideas. Casi inmediatamente, en España surgió Vox, un partido que sigue sumando votos. Más tarde, en Italia llegó al poder Georgia Meloni, una mujer que se reivindica ultraconservadora. Justo es reconocerlo, su gobierno no se ha caracterizado por excesos y, de hecho, en esta misma semana ella criticó por escrito a los exponentes más radicales de su partido. “Aquí no hay espacio para folclor estúpido”, dice parte de la carta.
En los Países Bajos, aunque les tomó un tiempo llegar a un consenso sobre la persona elegida, se acaba de juramentar Dick Schoof, el primer ministro que cuenta con la aprobación del partido más nacionalista de todos, el que resultó vencedor en las elecciones de noviembre.
En Estados Unidos, se le atribuye mucha de la popularidad de Donald Trump no a las ideas republicanas de Abraham Lincoln sino a su nacionalismo de palabras, a su falta de crítica a acciones claramente intolerantes y a sus simpatías con movimientos fascistas como el de los Proud Boys, que, irónicamente tiene como figuras señeras a dos extranjeros (un canadiense y un cubano).
Así que, imposible tratar de tapar el sol con un dedo: los ciudadanos europeos y de los Estados Unidos se están sintiendo amenazados y pueden acabar actuando de manera poco razonable. Se suman a ello dos conflictos de larga data que involucran a estos actores: los desacuerdos sobre territorios que durante siglos se han llamado Ucrania y Palestina. Lamentablemente, no parece ser mucho lo que se pueda hacer desde América Latina para revertir esos sentimientos.
Históricamente, este tipo de desmanes ha sido positivo para el continente. Pienso, por ejemplo, en el efecto de las guerras napoleónicas, que trajo la merma del poder de la corona española y la posibilidad de independencia para las colonias de ese imperio o la disminución de producción agrícola europea que elevó los precios de los rubros latinoamericanos durante la primera mitad del siglo XX y en la recepción de una inmigración que contribuyó a la diversificación y creación de riquezas locales. Fue el caso de la inmigración judía (anterior y durante la II Guerra Mundial), la del exilio republicano español (posterior a la Guerra Civil Española) y, después de finalizado el conflicto, de la aria que en estos territorios no dio evidencias del poder combativo que exhibió en Europa.
Uno no quisiera ver a grupos humanos en combate, ni siquiera sabiendo que probablemente la propia región saldría gananciosa. Pero, viendo cómo se va presentando la situación, casi habría que irse preparando para recibir y enfrentar las consecuencias de un inminente enfrentamiento.