No cabe dudas de que el contexto macroeconómico adverso, acompañado de una alta espiral inflacionaria, que ha traído consigo una política monetaria restrictiva para contenerla, ha provocado movimientos telúricos de gran magnitud sobre el sistema financiero global. Sin embargo, otro componente que juega un rol protagónico en la incubación de posibles crisis financieras es la desregulación financiera.

Como respuesta a la hecatombe provocada por la crisis financiera de 2008, el Congreso de los Estados Unidos aprobó en el año 2010 la ley conocida como Dodd-Frank Act —un proyecto de ley que en su momento fue considerado como la reforma financiera más dura desde la Gran Depresión. Después de la victoria de Donald Trump en 2016, uno de los objetivos de su administración era deshacerse de algunas de las provisiones de dicha ley, para eliminar ciertas restricciones que afectaban a los bancos medianos y pequeños, que según el criterio del presidente Trump iba a permitirle a esos bancos financiar hipotecas para los sectores mas vulnerables de la sociedad estadounidense.

 

En mayo de 2018, el presidente Trump, promulgó el proyecto de ley conocido como Economic Growth, Regulatory Relief, and Consumer Protection Act. Esta legislación redujo la cantidad de bancos que estaban sujetos a una supervisión federal más estricta. Bajo las provisiones del Dodd-Frank Act, los bancos con activos que sobrepasaran los US$50,000 millones estaban sujetos a pruebas de estrés, requisitos de capital más altos, y otras normas prudenciales fortificadas para reducir el riesgo.

 

La sección 401 de la ley promulgada en 2018, derogó en gran medida la regulación fortificada para los bancos con activos entre US$50,000 y US$100,000 millones, y le otorgó discreción a la Reserva Federal para aplicar normas prudenciales mejoradas a instituciones de intermediación financiera con activos entre US$100,000 y US$250,000 millones, incluida la frecuencia con la que se requiere llevar a cabo pruebas de estrés de supervisión.

 

En pocas palabras, el proyecto de desregulación financiera que entró en vigor en 2018 fue uno de los catalizadores principales de que tuviéramos una crisis como esta, y pudiera ser peor en caso de ocurrir contagio sistémico fruto de esta nueva regulación laxa de 2018. Una de las claves principales de este episodio es que la desregulación de 2018 redujo la cantidad de dinero de los accionistas que los bancos deben usar para financiar su adquisición de activos. Los bancos están obligados a tener cantidades mínimas de dinero de los accionistas para financiar sus activos, de modo que, si esos activos pierden valor, haya un colchón lo suficientemente grande para que los accionistas puedan asumir las pérdidas, antes que esas pérdidas se vean afectas por las recuperaciones de los depositantes. Por consiguiente, sin la desregulación financiera de 2018, es probable que SVB hubiera tenido una mayor reserva de capital de los accionistas para absorber pérdidas, por lo que es menos probable que hubiera pánico en primera instancia. Y, dado el caso de que hubo pánico, las pérdidas para los depositantes probablemente hubieran sido menores.

 

En otro tenor, los reguladores probablemente no prestaron la atención suficiente a las pérdidas no realizadas que se encontraban en el estado de situación de SVB. Los directivos de SVB dijeron que planeaban mantener muchos de sus activos hasta la fecha de vencimiento y, por lo tanto, aprovecharon las normas contables y regulatorias que les permitían no contabilizar pérdidas en esos valores. Pero, esta acción solo arrojó la basurita debajo de la alfombra.

 

Independientemente, de si SVB planeaba vender sus valores, si esos valores pagaban una tasa de interés más baja que la que SVB tenía que pagar a sus depositantes, entonces esto crea una bomba de tiempo bastante grande que podría explotar en cualquier momento. Los estados financieros públicos de SVB pertenecientes al tercer trimestre de su año fiscal, indicaban que el banco estaba manejando las cosas moderadamente bien, al menos desde una óptica superficial. La institución financiera seguía mostrando una buena rentabilidad, a pesar de los aumentos de tasas de interés que se habían producido.

 

En conclusión, las normas macroprudenciales de supervisión bancaria deben aplicarse todo el tiempo sin contemplación, y cada día deben fortificarse más. Nuevas reglas concernientes a la contabilidad de las pérdidas no realizadas deben introducirse para analizar a profundidad estas prácticas contables. Y, como dice un buen amigo y colega, don Julio Cross: “la contabilidad debe ser histórica no futurista”. Mientras las prácticas contables no sean debidamente supervisadas seguirán ocurriendo estos tipos de cocidos contables que desencadenarán una y otra vez en las crisis financieras que hemos tenido en el pasado. En este caso, la historia se ha repetido en más de dos ocasiones, en una clara alusión a Hegel.