A principios del año 2024, en el programa A Partir de Ahora en Acento TV, durante mi sesión de El Hombre de los Viernes, compartí una reflexión sobre la noción del tiempo en las diferentes culturas y la celebración del Año Nuevo. En esa ocasión, abordé la recurrente tendencia a la procrastinación que se hace evidente al comienzo de cada año. Ahora, al iniciar este 2025, deseo profundizar en este tema.
La mayoría de las personas, al crear su vision board de inicio de año, tiende a enfocarse en lo que desea poseer o alcanzar, dejando de lado propósitos más trascendentes. En la sociedad contemporánea, marcada por el consumismo, el hedonismo y el individualismo, las metas de cada año suelen centrarse en aspiraciones como realizar el viaje soñado, alcanzar el éxito profesional, encontrar a la pareja ideal, lograr un cuerpo en forma, adquirir bienes materiales (carro o casa) o asegurar la estabilidad financiera.
Rara vez en estos vision boards se plantean metas vinculadas al compromiso, a la relación con Dios, al servicio, al desarrollo de valores, al fortalecimiento de relaciones significativas o a la construcción de un legado histórico que trascienda el ámbito personal y familiar. Cuestiones como el impacto en el país, el bienestar de otros seres humanos o las huellas que desean dejar en la historia suelen quedar fuera de su visión.
Aunque estas aspiraciones son legítimas, este entorno social condiciona nuestras prioridades, impulsándonos a medir el éxito por la acumulación de bienes, la apariencia física y el reconocimiento social, en lugar de la conexión con valores trascendentes.
Este enfoque no solo banaliza nuestras aspiraciones, sino que también limita nuestra capacidad de construir un legado significativo y de conectarnos profundamente con los demás. Sin propósitos que trasciendan lo material, la conquista de estos sueños puede asemejarse a construir sobre arenas; cualquier crisis o conflicto tiene el poder de desvanecer la satisfacción obtenida, dejando un vacío que solo una perspectiva más profunda y alineada con valores esenciales puede llenar.
El inicio de un nuevo año puede ser una oportunidad para la introspección, más allá de las típicas listas de propósitos o planes detallados que, en muchos casos, terminan siendo abandonados. A medida que transcurren los meses, la procrastinación aparece como un obstáculo recurrente, desvaneciendo esas buenas intenciones. Este fenómeno refleja no solo nuestra lucha con la autodisciplina y el autoliderazgo, sino también una desconexión entre nuestras metas y nuestro propósito más profundo.
En lo personal, he aprendido a replantear esta tradición anual de establecer metas y calendarios estrictos. Más que seguir un esquema rígido, prefiero analizar los factores internos que limitan mi crecimiento y mis logros, y enfocarme en un propósito de vida, una visión que oriente mis decisiones y acciones. Este enfoque no solo resulta más liberador, sino que también reconoce una verdad fundamental: los momentos más significativos de nuestras vidas no siempre son el resultado de una planificación meticulosa, sino de un equilibrio entre propósito, espontaneidad y la superación de barreras internas.
Se trata de una perspectiva que pone en el centro la dimensión de lo trascendente. Esto libera nuestras vidas de la rigidez, de las ideas deterministas heredadas de siglos pasados y nos redirige hacia el diseño original de un ser humano libre, capaz de elegir. Dios no nos impone un destino ineludible; en cambio, nos muestra para elegir caminos con propósitos edificantes o efectos destructores.
Por eso, cada principio de año leo y medito el Salmo 1. Este Salmo ofrece una visión profunda de esta dinámica de vida. Nos invita a saber elegir con quién nos relacionamos y qué debe ser prioritario en nuestra vida: si elegimos reunirnos con manipuladores y escarnecedores, o deleitarnos en la ley del Señor y meditar en ella día y noche. Esta elección es decisiva para convertirnos en un árbol plantado junto a corrientes de agua que da fruto en su tiempo, prosperar y florecer al caminar, o en el árbol que se seca y no puede dar frutos. La elección de uno de estos caminos, más que una obligación, es una respuesta libre al amor y la gracia.
Leonardo Boff, destacado teólogo y filósofo brasileño, reflexiona en su artículo “La importancia fundamental de la vida del espíritu”, publicado en la revista digital Koinonía, sobre la conexión entre la vida espiritual y nuestro propósito existencial. Boff destaca que la vida del espíritu se nutre de bienes intangibles como el amor, la amistad, la convivencia armoniosa, la compasión y el cuidado. Sin esta dimensión espiritual, tendemos a deambular sin un sentido claro que nos guíe, lo que puede llevarnos a la procrastinación y a una desconexión con nuestro propósito más profundo.
Stephen Covey, en su obra Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva, sugiere comenzar nuestras metas con un fin en la mente. Aunque este enfoque es estructurado, no exige que cada paso esté fríamente calculado. En mi experiencia, los eventos más relevantes de mi vida han surgido de un equilibrio entre propósito e intención, entre planificación y adaptación al flujo de la vida, mientras procuro discernir los caminos de Dios en mis decisiones.
La planificación, sin duda, es valiosa porque organiza nuestras energías y recursos. Es preferible la planificación detallada con sus metas que vivir conforme al día a día, a la búsqueda diaria de la supervivencia. Eso no distancia de lo humano y nos acerca a la animalidad. Sin embargo, cuando lo planificado carece de conexión con una visión más amplia e integral de la vida, puede convertirse en una carga o en un refugio que evita enfrentar lo esencial. Muchas veces, la procrastinación no es falta de voluntad o autodisciplina, sino una señal de que nuestras metas no resuenan con lo que verdaderamente importa. Esto suele ser fuente de frustración negativa.
Por eso, al comenzar este nuevo año, más que trazar un mapa rígido, prefiero imaginar la vida como un viaje en comunión con Dios y los demás. No se trata solo de llegar a un destino, sino de navegar con propósito, sabiendo que incluso los desvíos pueden convertirse en oportunidades para aprender y crecer. Se trata de identificar hitos relevantes que queremos dejar como huellas en cada año de nuestra vida personal y colectiva.
El secreto no está en erradicar la procrastinación por completo, sino en transformarla en una oportunidad para reflexionar: ¿Por qué pospongo esta tarea? ¿Cuáles son las barreras limitantes? ¿Cómo voy a trabajar con ellas? ¿Quién o quiénes podrían ser de apoyo para superar ests barreras? ¿Está realmente alineada con el propósito que Dios tiene para mí? Al conectar nuestras metas con una visión, la procrastinación se desvanece, dejando espacio para una motivación genuina y centrada en lo imperecedero.
Así, en lugar de obsesionarnos con planes y calendarios rígidos, el verdadero desafío de este Año Nuevo es claro: vivir con propósito, descubrir el misterio y aprender a disfrutar el viaje. Porque, al final, no es la perfección en el cumplimiento de nuestras metas lo que define el éxito, sino nuestra capacidad de navegar con intención y propósito hacia un destino que resuene con nuestra esencia y diseño original.