En la vida tener sueños debería ser un requisito fundamental para los que buscan la felicidad. Siempre me ha gustado clasificar los sueños en tres grupos: los que sueñan dormidos, los que sueñan despiertos y los que sueñan en grande. Todos los seres humanos en algún momento hemos experimentado los tres. Lo cierto es que en la medida que vamos creciendo interiormente el soñar se vuelve más intenso.

Soñar dormido posibilita vivir momentos alejados de la realidad que en ocasiones puede generar alegrías y tristezas, pero por mucho tiempo que dure el sueño, siempre se despierta y ahí quedó todo. Quien sueña despierto visualiza una realidad bastante engañosa, es un extasiarse en los pensamientos poniéndolos a volar sin rumbo. Pero quien sueña profundo o en grande sabe mirar con el alma lo que su corazón anhela. Y eso implica acciones que condicionan el actuar de manera coherente, realizando una búsqueda con interés que mueve el interior a ir tras eso que nos regala felicidad.

Ese actuar necesita decisión, motivación y expectativas. Con ello la persona se traza un mapa secreto en el que sólo Dios debe ser su guía de travesía. En el mapa una vez que se comienza el viaje “el soñador” deberá ir incorporando señales y pistas que con la ayuda de Dios será capaz de ir descubriendo internamente. Porque lo verdaderamente valioso es dejarnos sorprender con cada detalle que él agrega a nuestro sueño, para hacerlo así perfecto. Soñar es sentir anhelo en el corazón, es disponerse a transitar el sendero de la vida con la confianza puesta en Dios sabiendo conquistar todo cuanto hay después del horizonte.