“Para ser un humano debes entender el poder que tienes y lo que puedes hacer con él”. (Yuval Noah Harari: Imparables).
No nacemos humanos. Nacimos seres vivos. Un largo proceso de evolución nos llevó hasta aquí. Pero no basta hoy ser un humano, hay que llegar a serlo. Ser un humano es entender nuestra naturaleza finita que cobra dimensión de trascendencia, vale decir, la infinitud de la existencia a través de lo que hagamos en el soplo de vida en la tierra.
La trascendencia de la naturaleza humana es aplastar la mochila de nuestros ancestros, que nos lleva a configurar y desconfigurar una lucha eterna entre lo que somos como seres vivos y ser humano. La trascendencia se constituye en una lucha dialéctica entre el instinto, lo provinciano, lo aldeano y el salto que logra dibujar la razón, lo razonable, la realidad, su variación y comprensión.
Lo humano nos hizo comprender nuestra fuerza a través del cerebro. Nos llevó a dimensionar y redimensionar el cuerpo y la fuerza para domeñar, no solo la naturaleza, sino a todos los demás seres vivos. Fuimos transformados al asumir todos los obstáculos y adversidades. Es la misma trascendencia que en el hilo primitivo dibujaría nuestro ciclo de fortaleza y mientras más humanos somos, las ponemos en el saco de las debilidades.
La soberbia, la ira, la lujuria, la gula, la envidia, la avaricia y la pereza: mientras más las cosificamos y desdibujamos los 7 Pecados capitales, más logramos la empatía, la resiliencia, la adaptabilidad, la integridad, la proactividad y la esperanza. Nuestro curso vital, como ser social, trasciende el ciclo de vida y nos coloca en un horizonte de perspectiva que nos lleva a ir asimilando que solo es dable una vida infinita cuando te expresa en el ethos. La muerte aquí es solo física. Queda en el imaginario de los demás y de la historia, por tu praxis, la vida eterna.
Jesús murió. Su recreación al tercer día, es solo la simbología de la fe, que no puede ser explicado a través de la razón. Es su grandeza del alma por lo que luchó, que marca un antes y un después de su paso por la tierra. Un hombre que nace hace 2,023 años con sus 33 años, logra dibujar la sociedad que le tocó vivir, cuando ya el ser humano tenía 300,000 años y su origen seis millones de años. ¡Un gran revolucionario que vino a crear un nuevo paradigma y a rupturar el establishment y en gran medida el statu quo!
Dos saltos al mismo tiempo, simultáneamente, sincrónicamente. Creció después de su muerte porque planteó la necesidad de la comunidad humana. Hoy, como nos dice Harari en su libro 21 Lecciones para el Siglo XXI “La gente lleva vidas cada vez más solitarias en un planeta cada vez más conectado. El origen de muchas de las perturbaciones sociales y políticas de nuestra época puede rastrearse hasta este malestar general”.
Los seres humanos terminamos en la muerte, empero, ello es desde la perspectiva individual, pues lo cierto es que seguimos socialmente evolucionando, aunque cada uno de nosotros desaparece. Es el desarrollo social, pues, que importa. Durante mucho tiempo hablar de la muerte era como una especie de tabú. Hoy, podemos ver como se aborda la muerte, el duelo, el proceso de los rituales que convergen en ella y la manera como se apoyan los familiares.
Hay, si se quiere, elementos culturales que se expresan en la organización social de la muerte. No vemos la muerte como parte de la vida social. Es cierto que no se planifica, no obstante, al llegar a la etapa de adulto mayor: 65 años. Se grafican determinados aspectos de lo que inevitablemente ocurrirá. Nada tiene más certeza que la muerte, más que la vida misma. El ser humano lo que ha hecho a través de la ciencia es posponerla, dado que, en el curso de la vida, hoy tenemos un promedio mundial de esperanza de vida de 74 años. Europa: 83. Estados Unidos: 80. Canadá: 84. Japón: 84. En el Siglo XVIII era difícil encontrar una persona con más de 50 años.
No odio la muerte, porque amo inmensamente la vida. No pienso en ella, porque no sé cuándo me tocará la puerta, en qué momento, en qué circunstancia. No tengo miedo. Sin embargo, puedo decir desde ahora, no quiero féretro, deseo ser cremado, no quiero invitados; no deseo misa ni pastores ni sacerdotes. Solo aspiro que mis cenizas se esparzan por el mar Caribe, allí mismo en Güibia. ¡Nada de novenario ni de esquelas!
Cuando piensas en la muerte, te estás muriendo. Una parte de ti, en tu cerebro se aflige de desesperanza, que en la introspección se anida en la individualidad que es la muerte. Cuando piensa en ella, glorifica el alma individual, en el llanto de la desesperanza. Una esperanza que se pierde, que se hizo alguna vez: Agua, Tierra, Fuego y Aire. Posponemos la muerte, asumiendo la vida prolongada, al tiempo que exponenciamos el espacio temporal en el planeta.
Trascender la muerte es cuando vamos más allá del ciclo de vida y nos colocamos en el curso vital, creando un entorno de singularidad, de especificidad que agregue valor a tus congéneres. Reimaginándonos la vida del placer, haciendo cosas y llamando a la gente que quiere y decirle aquí estoy. La vida trunca la muerte en la medida que desarrollamos cada vez nuevas habilidades, tales como: pensamiento crítico, la adaptabilidad, el optimismo, la esperanza renovada, la integridad, la proactividad, la empatía y la resiliencia.
¡Nada tiene más valor para la sinergia de la muerte con la vida, que la muerte trascendida!