Los actos de violencia, como cualquier otro hecho, que ocasionan daños físicos, sociales y morales a personas individuales y al colectivo de una sociedad determinada, tienen su origen en problemas estructurales que generan las propias sociedades de hoy. La exhibición de fortuna y el poder político como sinónimo de superioridad para agenciarse obediencia y dominación, sometiendo a bárbaras humillaciones a los ciudadanos, han fracasado en las relaciones con el prójimo. Son muy pocas las naciones que podemos señalar como modelo social justo. La estabilidad económica, inclusión social y equidad se reducen a simples aspiraciones humanas.

La discriminación, en sentido general, afecta sensiblemente la convivencia entre los seres humanos. La condición social de las personas, dada por su origen de clase y las condiciones materiales de existencia, determinan y ponen límite a su propia vida. Esto se manifiesta tanto en las poblaciones de las potencias o países del primer mundo, como en los más pobres de África. La propaganda, a través de las estrategias de manipulación mediática, tiende un manto que crea un espejismo de aparente libertad y bienestar ciudadano. El consumismo es el vehículo ideal para producir un trastorno de la conducta que sustituye lo humano y la razón por el hábito permanente de consumir a cualquier precio.

La publicidad moderna, basada en investigaciones de la neurociencia, la sociología, la antropología y la psicología, permite y facilita cada vez mayor control social, convirtiendo al sujeto en un objeto que se recicla en la desesperanza aprendida, en su propia cotidianidad y que reproduce su conducta cíclica en contra de su propia condición de clase explotada y manipulada, bajo los controles del poder de las élites.

En los propios Estados Unidos existen grandes asimetrías sociológicas que se ponen al desnudo no sólo en las calles con los afroamericanos y latinos que mueren por falta de calefacción, sino que en los mismos reclutamientos militares para seleccionar a hombres y a mujeres y llevarlos a los campos de entrenamientos y posteriormente a las grandes guerras por todo el mundo, tienen un carácter clasista, étnico y elitista. Los pobres negros y los negros pobres deben probar, primero, el sabor de la muerte. Los hijos de las élites políticas y económicas no van a la guerra.

El nivel de inseguridad ciudadana de los barrios de nuestras grandes ciudades, incluyendo países desarrollados, no es un fenómeno fortuito que se reproduce en los sectores marginados socialmente. Esta realidad forma parte de una estrategia donde la tolerancia por parte de los organismos represivos y de alta dirección política de los países, juegan un papel de compensación psicosocial, de escape y evasión en el que los sujetos actuantes sienten también tener espacios y escenarios de control para ejercer un tipo de poder, no percibiendo el sentido y la naturaleza de la trampa política y sus goznes, que los convierten en presas, sin poder advertir su propio cerco. La violencia en los barrios no es una lucha contra el poder. Por eso existe y se tolera desde el propio poder establecido.

El abandono de Haití a su propia suerte, la Perla en Puerto Rico, las favelas en Brasil o las maras en Centroamérica son el resultado de una gran estrategia diseñada por las élites políticas, para el control social de los jóvenes excluidos del reparto de los panes y de la esperanza. Es el cerco perfecto, en el que los marginados se sienten como actores, sin saber que son partes del ejército de la contrainsurgencia