YO, LA ISLA DIVIDIDA

 

Yo, como la isla,

rodeado de ti por todas partes, dividido.

Apagado. Compungido. A la sombra.

Mientras el rayo esplende como el aura temprana.

Me acomodo en el último pasillo del ocaso.

Me contento con ser de la música el vacío

y de las palabras, cuando las pronuncias,

apenas el asomo, dividido,

resquicio tal vez de aquel instante clave, inesperado,

en que de la cosa el sentido se resbala

y la vocal se arrulla y se cierran los labios

y ya nada se dice ni ha quedado por decir.

Yo, como la isla, siempre,

ahora sin ti,

rodeado de mi propio animal por todas partes.

 

José Mármol

 

La lección de los años.

De esa especie de estado de permanente automatismo filosófico, que implicaba el hecho de contar con más o menos veinte años de edad en los inicios de la década de 1980, muy pocos  dominicanos sacamos en claro uno de los múltiples sentidos posibles de ese axioma que, a partir de la década siguiente, pasaría a cobrar la fuerza de una ley sociopolítica: lo que es igual, no es ventaja.

Tal vez por eso escasean hoy hasta dar risa quienes puedan precisar hasta qué punto resulta ilusorio el empleo de la palabra Yo, no solamente en un poema, sino en cualquier tipo de discurso. En efecto, ningún yo es nunca igual a otro yo, ni es posible concebir que existe alguna ventaja para un Yo en pretender igualarse a otro Yo. Irremediablemente, como decía Rimbaud, Yo es (siempre) otro.

Ciertamente, esa trampa especular que puede llegar a ser la escritura literaria les proporciona a muchas personas en nuestra época una coartada para disimular sus impulsos más recónditos. Ya no recuerdo a cuántos “Lezama Lima”, a cuántos “Vallejo” ni a cuántos “Neruda” he leído, como tampoco podría decir a cuántos “Borges” ni a cuántos “Octavio Paz” fui capaz de leer hasta que el aburrimiento por fin me atrapó.

Análogamente, quienes momentáneamente se ubican, de manera definitiva o transitoria, en el centro del círculo narcísico, pueden a ratos percibir cómo se disuelven las barreras que dividen a lo real en esas dos mitades que son la realidad interior y la exterior. Es al menos así cómo nos hacemos reos de la ilusión de igualdad hasta terminar confundiendo el ser con su nombre, o lo que en este caso viene a ser lo mismo: aquello que es con lo que nosotros decimos que es.

Siendo así las cosas, se comprende que pocas operaciones resulten hoy tan arriesgadas como el acto de leer poesía. Ese riesgo se debe, principalmente, a que nunca ha existido ningún maestro de verdad capaz de enseñarnos a leernos en un poema a partir de la constatación de que lo importante no es en ningún caso saber leer lo que el poema “dice” —algo que en nuestra época hasta las máquinas pueden hacer— ni aquello que el poeta “quiso decir” —es decir, ese sentido puramente supuesto y concebido como objeto de investigación o de interpretación— sino precisamente el fruto de una elaboración simultáneamente personal y colectiva (como el baile).

Lamentablemente, aunque todos los dominicanos sabemos distinguir a aquellos que realmente bailan bachata de quienes simplemente creen que bailan bachata, muy pocos estamos en condiciones de discriminar entre quienes pueden leer un poema y quienes únicamente pretenden leerlo.

Groseramente resumido, puede decirse que lo que verdaderamente importa a la hora de leer un poema es percibir la reverberación (la resonancia) que funda toda escritura auténticamente poética, es decir, el acto por medio del cual un sujeto inscribe su marca en el lenguaje de todos. Si tenemos claro esto, sabremos distinguir entre un poema y “la” poesía, pues nos percataremos de que el poema es eso que nos trabaja, y no aquello que nos hace creer que “trabajamos”. Octavio Paz no dijo algo distinto cuando sugirió que leer poesía es un acto de comunión: aquellos vasos comunicantes que el surrealismo había descubierto están siempre al alcance de todos los inconscientes. Y es por eso que la primera barrera que necesita destruir todo aquel que quiera leer poesía es la que sirve de pretexto a la confusión entre la voz que dice Yo en un poema y la persona social del autor.

Ciertamente, buena parte de lo que hoy se conoce como “poesía neo testimonial” —como antes la llamada “poesía social”— se ha escrito desde esa confusión. No obstante, ocasionalmente aparece un poeta capaz de organizar de un modo distinto las mismas palabras de la tribu. En los años ochenta de la poesía dominicana, José Mármol fue un poeta de este tipo. Y en nuestra poesía contemporánea ese poeta se llama Homero Pumarol.

Pero atención: esto no quiere decir que Mármol o Pumarol son para mí “los mejores” poetas de sus respectivas promociones. Lo que postulo es que estos dos autores lograron singularizar, cada uno en su momento, sus respectivas prácticas de escritura del poema, y esto les permitió escapar de los modos convencionales (repetitivos) de la producción de poemas. No son tampoco los únicos, pero corresponde a cada lector establecer su jerarquía particular.

Es así como puede resumirse la principal lección que nos dan los años en materia de poesía de la manera siguiente: cuando uno concibe el poema (es decir, el ritmo) como aquello que el cuerpo le hace al lenguaje (cf. Henri Meschonnic), quien quiera determinar dónde hay poema y dónde hay simple repetición puede prescindir de toda consideración de concursos, premios y reconocimientos y atenerse únicamente al examen de la singularidad (especificidad) de la propia escritura, pues es esa, y no otra, la verdadera naturaleza del poema.

La lección del poema.

Ese Yo que se compara con la isla sabe perfectamente que mi yo no es el suyo, pero de alguna manera me invita a identificarme con él (que no es el autor, sino el Yo-texto. Ese último es, pues, un Yo-para-mí, aquello que mi lectura hace de esa instancia que dice “Yo” en su poema. Tal vez por eso, traza su estrategia al amparo de las sombras, como los buenos guerreros: Yo, como la isla, / rodeado de ti por todas partes, dividido. / Apagado. Compungido. A la sombra.

Las palabras de un poema son circuitos energéticos que participan en la construcción de esa “autonomía semántica” (cf. Paul Ricoeur) que es todo texto. Algo como esto es lo que sucede en la aparentemente libre asociación de términos con función adjetiva rodeado…, dividido, apagado, compungido, a la sombra, las cuales se caracterizan por su negatividad.

El lenguaje es esa materia de la que estamos hechos los seres humanos. Por haber vivido en la época isabelina, Shakespeare confundió a esa materia con “los sueños” y hubo que esperar hasta Lacan para acceder a una reformulación aproximativamente más precisa en los términos de un inconsciente estructurado como un lenguaje.

Como todo YO que se respete, el Yo-poema sabe que no podría existir sin un TÚ que lo determinase. Únicamente en función de ese límite estructurante que es la alteridad puede el YO situarse, o como decimos tan bien los dominicanos, acotejarse, término que en mi imaginario se emparenta con el se mettre à côté francés (¿isla dividida?): hallar o hacerse un lugar al lado de otros: Me acomodo en el último pasillo del ocaso.

Es porque la determinación que ejerce el TÚ participa, organizándola, en la estructuración del YO, que, para este último, la instancia del lenguaje del otro solo puede presentar un aspecto análogamente dividido, como la misma isla con la cual el YO se compara en el primer verso del poema. En efecto, casi no sorprende descubrir que el YO inscribe su SER en la grieta (el resquicio) que produce esta peculiar caracterización del lenguaje del TÚ: Me contento con ser de la música el vacío /y de las palabras, cuando las pronuncias, apenas el asomo, dividido, /resquicio tal vez de aquel instante clave, inesperado, /en que de la cosa el sentido se resbala, /y la vocal se arrulla y se cierran los labios / y ya nada se dice ni ha quedado por decir.

Es en virtud de esta arriesgada inscripción del YO en una escena en la que su SER deviene el “asomo, dividido” del lenguaje del Otro que puede afirmarse que, mucho más que la del YO, es la instancia del TÚ la que resulta problematizada por la ambivalencia con que la escritura la trabaja. Es posible incluso que sea esta ambivalencia lo que explique la función estructurante del adverbio ahora en la última secuencia de versos del poema, en la que el Yo-texto describe la situación en que se encuentra en ausencia de ese TÚ que antes lo determinaba: Yo, como la isla, siempre, /ahora sin ti, /rodeado de mi propio animal por todas partes.

Siendo este último verso una curiosa manera de presentar la escisión más radical de cuantas se puedan concebir para el YO, es posible postular que este poema de José Mármol funciona como una reflexión en torno a la pregunta ¿A qué se opone lo animal? Pregunta para la que cada lector de este poema se verá conminado a formular la respuesta que dé sentido a su propia lectura.