Era una tarde de domingo sofocante en un típico verano dominicano cuando el Padre Lanz vino a nuestra casita en Cutupú. Fue una visita inusual. José Luis Lanz era el párroco de la iglesia local, que tenía por lo menos una docena de capillas en las afueras del pueblo. Varias de ellas tenían misa el domingo, y los dos jesuitas de la parroquia solían estar ocupados hasta la noche todos los domingos, y solo volvían a su humilde hogar para cenar y descansar bien después de las cinco de la tarde.
Pero este no era un domingo cualquiera. El padre Lanz (a quien sus amigos simplemente llamaban 'Lanz') estaba demasiado agitado para sentarse. Se mantuvo de pies en medio de nuestra sala y nos describió lo que había sucedido esa mañana en la misa de las 8:00 am en la iglesia del pueblo, "San Lorenzo, Mártir".
Mientras daba la Comunión a filas de fieles, notó que una niña de unos doce años se acercaba con las manos entrelazadas sobre la boca. Cuando estuvo frente al sacerdote, bajó las manos para revelar su lengua, que colgaba sobre su labio inferior y descansaba sobre su barbilla. La espantosa visión sacudió al sacerdote hasta la médula. Mientras nos lo describía, las lágrimas corrían por su rostro.
Lanz, un jesuita cubano, había llegado a la parroquia de Cutupú, Río Verde, varios años antes. Era el pastor rural indispensable, que pasaba sus días y sus noches inmerso en la vida y las necesidades de sus feligreses. Se movilizaba por la parroquia en motocicleta, vestido con camisa y pantalón sencillos, un hombre pequeño y delgado, de voz ronca y sonrisa amistosa. En las noches ocasionales en que Mary y yo éramos invitadas a cenar con los sacerdotes, no era raro que alguien llamara a la puerta mientras estábamos cenando. Invariablemente, Lanz soltaba el tenedor y abría la puerta. Tras algunos minutos de conversación, Lanz buscaba su casco y escuchábamos la motocicleta alejarse. Una hora, dos horas después, aparecía, tomaba su tenedor y terminaba la cena, ahora fría, que había dejado atrás. Su compasión no conocía límites; los problemas y las alegrías del pueblo eran sus problemas y sus alegrías. Lloraba y se regocijaba día tras día, en sintonía con el dolor y con los festejos que son el pan de cada día de toda comunidad. Para Mary y para mí fue nuestro amigo fiel y nuestro mentor.
Aquella tarde de domingo, lo único que llenaba la mente y el corazón de este pastor era Paula y su rostro desfigurado. “¿Qué podemos hacer?”, se preguntó en voz alta. “Ella no puede seguir viviendo así. ¡Imagínense cómo ha sido su vida hasta ahora!” Por supuesto, no podíamos imaginarlo, y mi mente daba vueltas en círculos en busca de una respuesta. No sé cuál de nosotros nombró a alguien a quien habíamos recurrido a menudo en tiempos difíciles. “Nos pondremos en contacto con la Hermana Tomás de Aquino”, decidimos Mary y yo.
La Hermana Tomás de Aquino era una Hermana Gris de la Inmaculada Concepción, la congregación religiosa a la que Mary y yo habíamos pertenecido durante muchos años. Era una enfermera calificada, pero más que una enfermera. Era, también, una sanadora de cuerpo y de alma, y una mística. Una vez, un joven estudiante de Medicina, de Toronto, que vino a pasar un verano a la clínica de la Hermana Tomás de Aquino en Yamasá dijo de ella: “Es una doctora en Medicina sin título”. En más de una ocasión, así lo pareció. Una vez, cuando el vigilante nocturno llegó a la clínica a altas horas de la noche y la llamó por su nombre, la Hermana Tomás de Aquino se levantó, se vistió y fue a ver qué había sucedido. El vigilante se había metido en un arroyo para cortar una rama, sosteniéndola con una mano y blandiendo su machete con la otra. Se cortó la palma de la mano tan profundamente que en la primera inspección, la Hermana Tomás de Aquino pensó que no se podía salvar. Pero siendo una mujer de fe y de confianza en su propia habilidad, con José sosteniendo una linterna (en esos días Yamasá no tenía luz eléctrica después de la medianoche) y con el libro de texto "Anatomía de Grey" abierto a su lado, la Hermana Tomás de Aquino le cosió los tendones y los músculos y la piel tan hábilmente que él recuperó el uso completo de su mano. Para ella, todo había sido el trabajo de un día (o de una noche). Nosotros, que la conocíamos y amábamos, estábamos seguras de que ella sabría qué hacer. Sentiría el dolor de Paula y rezaría.
Mary y yo nos estábamos preparando para una visita de verano a Canadá en esa tarde tórrida, así que contactamos de inmediato a la Hermana Tomás de Aquino en Yamasá. Y sucedió un milagro — algo que no es inusual en el mundo de la Hermana Tomás de Aquino. Supo por casualidad, a través del Ministerio de Salud, que en ese mismo momento se encontraba en Santo Domingo un médico cubano, especialista en cirugía plástica de la cara, que estaría en el país algunos meses dando clases a médicos y estudiantes. Ella lo buscaría y hablaría con él. La respuesta no tardó en llegar: el especialista de Cuba examinaría a Paula y decidiría qué hacer. Mary y yo nos fuimos a Canadá dejando el futuro de Paula en las mejores manos, las manos sanadoras de una mujer santa.
Al regresar a Cutupú en septiembre, Lanz nos relató los avances ya realizados en el caso de Paula. El médico cubano estaba dispuesto a operar si contaba con la autorización de ella y la de sus padres. Paula no lo dudó. Fue más difícil convencer a sus padres de que sobreviviría a la remodelación de su lengua y su mandíbula en una serie de operaciones. Consintieron cuando se les habló de la vida aislada a la que estaría condenada a vivir de otra manera.
El padre Lanz se había encargado de encontrar un candidato que tuviera su raro tipo de sangre dispuesto a donar como garantía. Esta era una práctica común en la República Dominicana en la década de 1970. Cualquiera que necesitara cirugía, tenía que proporcionar una pinta de su propia sangre o de un donante. La mayoría de las veces, entre los campesinos pobres, la anemia y la malaria eran tan frecuentes, que la sangre era inutilizable. A falta de sangre, se requerían veinte pesos. En el caso de Paula, el médico insistió en que debía ser su propio tipo, bastante escaso, del cual, según descubrió Lanz, sólo había siete candidatos en Santo Domingo.
De los siete posibles, dos estaban disponibles. Uno era el Dr. Norman de Castro, un conocido médico que trabajaba en uno de los hospitales públicos. El Dr. de Castro era tanto un hematólogo de renombre como un oncólogo. Sin duda, su práctica y su investigación le dejaban pocos espacios libres en su agenda diaria. Sin embargo, prometió donar su sangre el 15 de septiembre, inmediatamente antes de la cirugía a las 1:15 p.m. en el Hospital Infantil. ¿Quién iría a Santo Domingo ese día para recibir el preciado cargamento, llevarlo a través de la ciudad en el caos del tráfico del mediodía y ponerlo a salvo en manos del equipo de cirugía? El padre Lanz tenía un compromiso previo que lo retenía en Cutupú, así que el último acto del drama para preparar a Paula para la cirugía que le cambiaría la vida recayó en Mary y en mí. Para nosotros fue una bendición.
Nuestras instrucciones eran recibir la sangre del Dr. de Castro exactamente a las 12:00 p.m. y llevarla directamente al hospital Infantil. Llegamos a Santo Domingo a tiempo, pasamos por el hospital donde nos encontraríamos con el Dr. de Castro, luego nos dirigimos al malecón, donde nos sentamos un rato con las ventanas del vehículo abiertas, disfrutando de la belleza caribeña y permitiendo que la ligera brisa del mar calmara nuestros nervios. Luego nos dirigimos al hospital y al médico. No teníamos idea de cómo reconoceríamos al buen doctor o en qué parte del hospital podría estar. Fue más sencillo de lo que pensábamos. Le preguntamos a la primera persona con la que nos encontramos, que parecía una empleada. “¿Puede decirnos dónde encontrar al Dr. de Castro?” La respuesta fue inesperada y un poco alarmante: "¡Está en cirugía ahora mismo!" De alguna manera había pensado que estaría en la puerta esperándonos. Pero él seguía con su rutina diaria, como si fuera una ocurrencia común que alguien viniera a buscar su sangre. Nuestra guía continuó: “Síganme”. Nos condujo por un pasillo casi hasta la parte trasera del edificio y se detuvo ante dos imponentes puertas anchas de vidrio esmerilado. “Párense aquí”, ordenó. “Él saldrá por estas puertas en unos minutos”.
Las puertas se abrieron y salió un hombre de mediana edad que todavía llevaba un gorro en la cabeza, pero se había quitado la bata de cirujano. Nos miró y le dije: “Doctor, estamos aquí para tomar su sangre”. No hizo ninguna pregunta, sino que llamó a dos enfermeras que estaban a su lado: “Traigan esa camilla aquí, por favor”. Saltó a la camilla, se acostó, y otra enfermera, que apareció aparentemente de la nada, se acercó y procedió a extraerle sangre. La colocó en un recipiente con un poco de hielo, lo envolvió bien y nos lo entregó. El Dr. Norman de Castro esperó unos minutos antes de ponerse de pie. Le dimos las gracias efusivamente, nos deseó lo mejor y volvió al quirófano. Nos abrimos paso a través del tráfico de la tarde y llegamos al Hospital Infantil con nuestro precioso paquete, que nos quitaron cuidadosamente y luego desapareció en manos hábiles en las entrañas de la casa de curación.
Durante el resto del día, en el viaje de 200 kms de regreso a casa, me persiguió la experiencia de menos de diez minutos en presencia del Dr. de Castro. ¿Qué había en él que me hizo querer volver a verlo, pasar tiempo con él, conocerlo? En todos los años desde entonces, he pensado a menudo en el Dr. Norman de Castro, deseando poder encontrarlo y contarle el bien que había hecho su sangre, lo bien que se recuperó Paula y sobre su vida con un esposo e hijos, que fue posible gracias a la bondad de unas pocas personas extrañas que declararían que no habían hecho nada especial, que otra persona haría lo mismo. Pero no todos ven a la comunidad humana con los mismos ojos.
El Padre José Luis Lanz, la Hermana Tomás de Aquino, el Dr. Norman de Castro… cada uno tenía un profundo sentido de compasión, de sufrir con el que sufre y luego pasar a la acción. Lo hicieron con tranquilidad, sin alboroto ni ruido, porque así vivían, una vida dedicada al bien de los demás.“Cuando una persona responde a las alegrías y tristezas de los demás como si fueran propias, ha alcanzado el estado más alto de unión espiritual”. (Bhagavad Gita).
Cuando Paula despertó de su cirugía, pidió un espejo.