El 5 de marzo del 2007 publiqué un artículo en el Areíto, suplemento de Hoy, titulado “¿Le dirá algo San Agustín a los buenos dominicanos?” [https://hoy.com.do/le-dir-
El concepto “orgullo” fue el leit-motiv de aquellos razonamientos. A partir de la lectura de San Agustín, me preguntaba sobre la materialización de esa palabra en el hecho urbano: la manera en que un Faro a Colón no solo era un objeto, sino la confesión de todas nuestras miserias juntas pintadas de oropeles.
La palabra “orgullo” ha seguido operando, rasante, como un gusano o gusanillo. Lo que puede parecer banal o simple se convierte en parte de una cultura del desprecio y en el caso local, en el autodesprecio. Porque sí: porque el orgullo siempre tiene una parte de competición, de rechazo, de encumbramiento, de vencer, de mantener algo en el suelo, porque seremos mejores, especiales, tal vez alados.
Aquella palabra que ni siquiera tiene un origen castellano, sino catalán, no es un simple llenarse los pulmones de aire y exhalar, relajados. El orgullo vive de algo que se vence. El orgullo no vive de sí mismo. El orgullo contiene un espejo obligatorio. Es una palabra reflejo. Y si le agregamos “orgullo de ser dominicanos”, me pregunto, ¿qué es nuestro ser? ¿Hay un “ser” dominicano? ¿Qué es lo dominicano? ¿Qué es el país?
Tengo años realizando esta encuesta en torno a lo que en teoría somos, y aparte de un menú y un programa de entretenimientos, no encuentro otra respuesta que no sea el mantra que comienza con las naves colombinas y concluya con la hermosa y cálida sonrisas de nuestros candidatos presidenciales, asegurándonos que habrá dominicanos de pura cepa para siempre, y by the way, ¡orgullosos de ser dominicanos!
Visto lacaniamente, diríamos que enfrentamos “lo dominicano” desde lo simbólico, lo real y lo imaginario. A todo ello deberíamos encontrarle un nervio, un vértigo, un peso, un centro que lo unifique, unas estructuras que le permitan planos de visibilidad.
Al parecer vivimos como animales bifrontes: por un lado, “lo dominicano”, lleno de heroísmos, luchas, jornadas; por el otro, el día a día de la calle, los tapones, el tránsito que todo lo revienta, una clase campesina ahora motoconchista y un sector servicio que sale como cucaracha del Polígono Central a partir de las cinco de la tarde.
Tenemos lo hermoso dominicano en Youtube, a la Presidencia de la República sean das las gracias, yendo de los hermosos paisajes puntacanescos hasta ese verde tan intenso de Constanza o Samaná. Por otro lado, el bajo mundo de Capricornio TV y el mundo al revés si te metes por cualquier callejón del Almirante o Maquiteria. To be or not to be. Dime cuál dominicano quiere ser y te complaceremos. ¡Y vivieron muy felices!
Y para seguir subiendo el telón de Estado de Sitio en que al parecer vivimos, un video de campaña electoral de Luis Abinader nos advierte: “porque todo tiene un límite, excepto el orgullo de ser dominicanos”. Amenaza, advertencia, sí, que “no se puede joder hasta la pista”, como dirían en la Villa Francisca de los 60, ¡uy!
Cuando pregunto sobre el orgullo de ser dominicano, también inquiero si se está orgulloso de tener un Santo Domingo así, una televisión así, unos influencers asá, una Educación de acullá, unos dembowseros de trasacullá, y no sigo para calentar la pista.
Para estar orgullo de lo dominicano primero deberíamos aclarar sobre qué “dominicano” estamos hablando: de si aquellos trinitarios de 1844 o estos criollos del 2024.
Pero no sigamos alargando la espera. Volvamos a mi artículo del 2007, que aquí va, como un refrito necesario:
Pienso en esa inflación de las palabras y la manera en que muchas de ellas se nos atragantan en el sentido común, y tengo que recordar un cuento de René del Risco, «Lapsus», donde se trata la manera en que un letrero va persiguiendo y anonadando al sujeto.
Hay palabras con las que uno nace y se socializa. Un día uno se da cuenta de lo peligroso de las mismas y entonces hay que buscar alternativas.
El orgullo es una de ellas. Al buscar en el diccionario, la misma solo tiene sinónimos negativos: jactancia, presunción, vanidad.
Uno está orgullo de algo porque ese algo es el resultado de un esfuerzo, sacrificio, siendo algo bien especial. Yo estoy orgulloso de mis hijos porque se destacan, de mi empresa porque da rendimientos, de mi familia porque es unida y firme.
Cuando este concepto se extrapola del ámbito más cercano al nacional o regional, entonces comienzan a aflorar los riesgos.
En las fiestas neonazis en Alemania uno de los letreros más frecuentes y llamativos en las camisetas es el de «estoy orgullo de ser alemán».
Se entiende que no es lo mismo el orgullo en Alemania que en la Polinesia, porque el orgullo en este caso vive de un pasado, de una historia, de unos años de tragedia y terror, del que poco a poco se van curando, y no solo los alemanes, porque en verdad que el racismo parece ser una enfermedad universal.
La crítica a las diversas tonalidades del orgullo tuvo uno de sus grandes arranques con la Biblia y en San Agustín de Hipona (354-430) a uno de sus más significativos representantes. Su obra magna, “De Civitate Dei contra paganos” (La ciudad de Dios, 412-426), sigue siendo un referente obligatorio a la hora de pensar el ser, el sujeto y sus mediaciones históricas..
Lo que cuestiona San Agustín no es un simple descuido a la hora de considerarse y ponerse en escena en el medio. El orgullo no es solo una pequeñez o un mal menor, sino ese vacío que permite –digámoslo muy en la onda taoísta-, utilizar todo un andamiaje de ocultamiento y falsedades en torno al ser y su entorno.
El orgullo es una magnificación. No vive de un solo instante, sino que requiere expresarse, consolidarse y determinar aquello que es el yo o lo dominante, y que muchas veces no tiene nada que ver con el sujeto común, salvo la intención de dominar y dominarle.
La ciudad de Dios de San Agustín tiene mucho que decirnos. Al contemplar la manera en que lo funeral pretende darnos vida y tener ahí dos gigantescas e innecesarias obras de la modernidad dominicana –la construcción del nuevo Altar de la Patria en 1974 y el Faro a Colón en 1992-, tengo que buscar aquél texto.
Abro mi edición de Editorial Porrúa, comprada hace años en la vieja Librería Dominicana. Voy al capítulo XVI, a su acápite 28, y leo:
«Así que dos amores fundaron dos ciudades: es a saber: la terrena, el amor propio, hasta llegar a menospreciar a Dios, y la celestial, el amor a Dios, hasta llegar al desprecio de sí propio. La primera puso su gloria en sí misma, y la segunda, en el Señor; porque la una busca el honor y la gloria de los hombres, y la otra, estima por suma gloria a Dios, testigo de su conciencia; aquélla, estribando en su vanagloria, ensalza su cabeza, y ésta dice a su Dios: «Vos sois mi gloria y el que ensalzáis mis cabeza»; aquélla reina en sus príncipes o en las naciones a quienes sujetó la ambición de reinar; en ésta unos a otros se sirven con caridad…» (p. 331)
Los paradigmas discutidos entonces han sido los mismos durante más de mil quinientos años.
¿Para qué y para quienes construir? ¿No es el hacer una expresión del ser?
Renacentistas, ilustrados, iluminados, barrocos, modernistas, enciclopedistas, ilustrados, todos se han nutrido de una discusión que deviene en alud dentro de esta debacle que es la postmodernidad.
Es posible leer a San Agustín no sólo a partir de sus postulados de re-evangelizar al sujeto urbano, sino también tomando en cuenta su crítica a un hacer que privilegia lo monumental a costa de suprimir el tamaño natural de la persona.
El orgullo no es solamente una actitud personal. Cuando se convierte en razón de Estado, el orgullo trae aparejada la necesidad de materializarse, de hacerse visible, de situar sus mitos de dominación. No solamente se podría hablar, como lo hicimos, del Altar de la Patria y del Faro a Colón. También esa necesidad de eternizar un momento de gloria –o un orgullo nacional- puede ser el llamar Félix Sánchez al Estadio Olímpico, y así por el estilo.
Toda comunidad se asienta en un espacio común, compartiendo emociones similares, articulándose alrededor de vivencias, mitos, donde lo real tiene tanto peso como lo simbólico o lo imaginario.
Reconocer el pasado que nos sustenta no debe implicar el suponerlo como realizado por seres mitológicos, ni que nosotros, mucho menos, tengamos que reciprocarlo.
El orgullo, como el miedo, también son parte de una lógica capitalista. Ambos producen, generan, materializan, son combustible para una maquinaria insaciable. Conducen a una ciudad llena de estatuas y espectáculos más parecidos a los festivales griegos que a los de la ciudad secular el siglo XXI, en el que estamos.
En medio de toda esta parafernalia y alfombras rojas, de premiaciones y homenajes, están los yoleros saliendo de Miches y los dominicanos sudando en Nueva York y los informes de las agencias internacionales golpeándonos por nuestros índices de esto y de lo otro.
San Agustín tiene mucho que hacer entre los dominicanos. Cuando veo que la lectura favorita de nuestros críticos sociales es «El Príncipe» de Nicolás Maquiavelo, me pregunto si no sería bueno que también leyeran «La ciudad de Dios».