La vida es tan precavida que suele insertarnos en nuestra perfecta máquina de “razonar”, el cerebro, la idea de que; ante el más mínimo roce de piel, debemos de ponernos alerta ante el peligro. Y digo “precavida” porque también este se cree, es decir, el cerebro, que saldremos ilesos ante todos los retos por venir y por supuesto, sin un rasguño…
! Wrong! Los primeros rasguños los tengo bien claritos. Aquellos “carritos” de madera que fabricábamos, o mejor dicho, aquella tabla liza a la que le colocábamos cuatro ruedas de acero y que iba a ras del suelo.
La calle no tiene compasión. Toda una alfombra de cemento cuya piel es una lija que raspa como cuchillo caliente a quien ose rozarse con ella. Aquellos artefactos improvisados de muchachos emprendedores y audaces no tenían más combustibles que las piernas del que empujaba al que manejaba también con los pies en una suerte de equilibrio y balance. Sin frenos no había otra opción que estrellarse de frente o salir disparado ante el pavimento que indiferente esperaba caliente nuestra tierna piel y sus frágiles capas.
El “raspón” era camaleónico, primero se notaba un blanco ocreoso que luego se iba poniendo rojo. Terminaba en unos días, tornándose marrón ante la dura costra que se formaba, luego un verde pus que terminaba de nuevo en un blanco antiguo, casi amarillo. Había en este proceso “dos dolores” el del raspón inicial y el de la “delicada y cuidadosa” operación de quitarse, poco a poco, la costra a costa de quedar marcado para siempre si se quitaba antes de “su maduración”…
Los subsiguientes rasguños continuarán por largos años y a medida que uno va creciendo, peleas en fiestas, botellazos en la cabeza, uno que otro palo, un machete que aflora, una pistola que suena, en fin, una serie de atentados que van dejándonos cicatrices físicas y mentales.
Pero los rasguños más inquietantes no serán aquellos que nos van dejando lisiados o cojos o “mancos”. Si no “esos” que suelen penetrar cual máquina de rayos x sin que los veamos y se adhieren al cuerpo discretos como parásitos, que, eventualmente, terminarán minando a ese mismo cerebro que creía sabérselas todas.
El amor, el odio, la indiferencia, el ego, la felicidad, la tragedia, la presencia o la ausencia, serán algunos de los rayos que nos irán partiendo el alma en pedacitos. Nos miraremos incautos, buscando las heridas sin encontrar las cicatrices. Cuando no las vemos, es más difícil sanarlas.
No tienen colores y ni siquiera un lugar específico en donde posar cariñosa una mano, propia o amiga. No hay medicinas ni donde aplicarlas. El dolor está adentro, flotando desde afuera. Solo el tiempo solemne y distante será capaz de sanar estos caprichos de los que el hombre había pensado se libraría.
Quien osa vivir un rato, un momento o toda su vida también tiene que osar saber que será imposible “pasar” sin un rasguño. Venimos a gozárnosla toda, es decir, la vida. Con sus muertes, y sus fiestas, sus latidos y quebrantos, sus jolgorios y lamentos. Risas y lágrimas, gemidos y maullidos.
Piratas y sacerdotes que temerariamente arriesgamos la piel ante cada paso. Hemos intentado de todo con tal de librarnos de los rasguños, pero hasta ahora ha sido imposible. Nos hemos portado bien, cumplimos con las reglas, no hacemos daño a nadie y ¡zas! Ahí nos engañan, nos asaltan, nos dejan y del mismo modo, engañamos, asaltamos y dejamos…
Todo un entramado de rasguños imposibles de evitar. Quien no haya sufrido de alguno seguro que nunca ha estado vivo o nunca vivió o peor… nunca supo vivir. Si usted sigue pensando que en su cerebro existe la fórmula de evitar los rasguños de la vida, lamento decirle que lo siguen engañando.
Su cerebro sabe que siempre tendremos “algún tipo” de rasguño, solo que él también sabe que si usted lo sabe no podrá soportarlo. Así es que mejor sigamos intentando llegar a la otra orilla con la ilusión y la certeza de que lo haremos “ilesos” sin un rasguño… ¡Salud! Mínimo Rasguñero.