Osorio Gómez, para su descripción de lo ocurrido en Salcedo en tiempos de la ocupación del 16, pasa a lo que se puede llamar la trama de su novela. Para situarla tiene que volver, como es evidente, a esa dinámica del antes y del después, o sea, a la vida de los salcedenses antes de la invasión militar y después de ella. Se trata, nuevamente, de pasar del idilio a la tragedia.
“Allí [,] en dicha sección tranquila y laboriosa, bajo palmeras que levantan al cielo la esmeralda inquieta y rumorosa de sus penachos musicales”, escribe el autor, “estaba plantado un bohío cuyos techos limpios daban albergue a una familia noble, de pura cepa dominicana”. (4) ¿No es este un lugar idílico? El hogar descrito es un “humilde y feliz hogar”. De ese hogar es dueño Rosendo Infante, padre de Silvana, el cual es “un hombre robusto, hecho al trabajo y a la vergüenza” que goza de “muy buena fama” en la comarca. En su fisonomía, Rosendo conserva “ciertos rasgos étnicos de la extinta raza quisqueyana”. “Era un indio gentil y un indio bravo”, precisa Osorio Gómez, “como Hatuey, como Guaroa, como Cotubanamá”. En otras palabras, pese a su mezcla racial, Rosendo es todo lo contrario de esas “bestias rubias” que llegaron del norte.
El autor pasa a hacer una descripción de la familia. También es idílica. No porque lo sea de verdad, sino porque Osorio Gómez está contraponiendo el pueblo dominicano al norteamericano. ¿Quién de los dos es más civilizado? ¿Quién tiene más abolengo? ¿Quién tiene más virtudes de los dos?
En el centro de esta familia está Silvana, la hija de 16 años de Rosendo. Y a Silvana, la mujer tradicional dominicana, que pasaría a ser el símbolo del mismo pueblo, Osorio Gómez contrapone la presunta nueva mujer, la que, en los tiempos en que está escribiendo la novela, ha adoptado las modas de los invasores –versión de la Silvia Sarmiento de Rafael Damirón en ¡Ay de los vencidos! (1925)
Que Silvana represente la patria dominicana, ahora en rebeldía contra los invasores, es más que obvio. La patria, como podemos ver, desaparece tras la invasión norteamericana, la cual se desvirtúa, a través de las nuevas costumbres, de lo que tiene que ser una auténtica patria. De “tez canela como Anacaona”, cabellos negros, en “aquellos días”, esto es, antes de la invasión extranjera, por la “mente virgen” de Silvana “sólo volaban como palomas los sueños blancos”, o sea, los sueños inocentes. Silvana ama a su padre Rosendo y vive entregada a ayudar a su “madre buena”.
Silvana, hasta este momento, no ha conocido el amor. En la escena, pues, aparece Pedro, un joven apuesto y laborioso que pide la mano de ella. Rosendo, podemos sostener, simboliza el pueblo, ahí donde Silvana es la patria.
En medio de parejo idilio, “una tarde, de esas tardes primaverales de los trópicos, cuando la tierra se estremece preñada de savia para vigorizar la flora tiñéndola de verde leda, unos tenues golpes dados en la puerta del corazón de Silvana, le ruborizaron”. Es Pedro que la pide en matrimonio, que quiere unir su vida a la suya y así llevar a cabo el portento de la creación de un futuro.
La careta de los ideales de libertad y democracia, de progreso, se le cae al “águila falaz” arriba mencionada. Washington y Lincoln son reemplazados por crueles opresores como el Capitán Merkle, el Capitán Taylor, el Contralmirante Knapp, además por criminales como el Capitán Buckalow, como Knox y como Raid.
Terminó para siempre, entonces, el idilio que hasta ahora era la República Dominicana para Osorio Gómez. “Todo ese sextágono [sic] de chacales humanos”, afirma, “se complacía en revolcarse en la sangre humana, y escudándose tras una mentecata y mendaz persecución de gavilleros rasgaban de un modo cobarde y villano la veste de la patria”.
La resistencia de los “gavilleros” hace que la crueldad de los invasores aumente contra la población civil, compuesta por pobres campesinos, como también por destacados profesionales de la comarca.
Osorio Gómez cuenta cómo Rosendo, el amado padre de Silvana, es apresado por los esbirros de Buckalow, los cuales le aplican la tortura del fuego para hacerle revelar el paradero de los “gavilleros”, una información que simplemente no es de su dominio. “Le sometieron al tormento del fuego” nos dice el autor, “y aquel hombre se retorcía como una culebra sin que de sus labios saliera una queja” (11), en alusión a Cayo Báez, de por sí, símbolo por excelencia de la tortura que infligió el invasor norteamericano a la República Dominicana. Al no lograr sacarle información de esta tortura, lo someten a trabajos forzados para quebrar su resistencia, “y él [,] valiente y sereno [,] soportaba como un Cristo los bárbaros ultrajes”.
Pedro tampoco tiene mucha suerte con los opresores, y “por órdenes de los piratas de la República”, esto es, por órdenes de los traidores a la patria, quienes colaboran ahora con los yanquis para acabar con los “gavilleros”, es “arrastrado a un oscuro cadalso”.
Muere Rosendo y los yanquis apresan a Pedro. Ahora, ¿qué será de Silvana? Al caer el pueblo en el infierno de la ocupación militar yanqui, ¿qué será de la patria dominicana? La crueldad, las sevicias, las torturas del fuego y el tormento del agua que las bestias rubias infligen a los indefensos dominicanos son demasiado para Silvana. Ella no logrará resistir la embestida de la tragedia, se enfermará y, al final, se volverá loca. Y concluye: “En su cruenta y horrible desesperación [,] el inmenso dolor se posó en su cerebro y crueles martillazos le volvieron loca”. (13) Morirá como resultado de esto, al quedarse “dormida para siempre como un ángel”.
En Silvana, publicada por primera vez en 1929, apunta a prefigurarse irónicamente lo que será el destino de la patria dominicana de 1930 a 1961. La locura de Silvana es, en cierto sentido, la locura que se apoderará del país con el advenimiento del régimen de Trujillo. En la novela, la locura de la joven es inducida por los yanquis que hacen añicos la vida idílica que ella llevaba antes de su desembarco en tierras dominicanas. Trujillo, colaborador de los yanquis en la represión de los patriotas, esto es, al reprimir a los “gavilleros”, será impuesto al pueblo dominicano por los invasores. La patria sufrirá, por lo tanto, treinta años de locura inducida por esos mismos amos. ¿Es acaso esto la profecía de una auténtica locura anunciada?
En resumen, Silvana de Juan A. Osorio Gómez va más allá de ser un simple relato, convirtiéndose en un testimonio fiel de la ocupación yanqui en la República Dominicana. A través de la historia de Silvana y su familia, Osorio Gómez no solo denuncia la violencia y opresión impuestas por los invasores, sino que también profundiza en las heridas causadas a la identidad nacional y a la conciencia colectiva del pueblo dominicano en ese doloroso periodo de nuestra historia. Aunque breve, la novela logra captar la esencia de un trauma histórico, convirtiéndose en un valioso documento para entender las secuelas de la intervención y su impacto duradero en la sociedad dominicana. La locura de Silvana, símbolo de la patria herida, se alza como un lamento eterno, recordando que las cicatrices de la historia no sanan tan fácilmente y que su legado sigue influyendo en el mismísimo presente.