Frente a la ausencia de una opción progresista, con un programa mínimo de transformaciones económicas y sociales y un liderazgo encantador con posibilidades de lograr un cierto apoyo del electorado, prefiero que el presidente Abinader gobierne cuatro años más, pese a ni siquiera haber amagado con las reformas que considero necesarias para democratizar la vida política, económica y social del país.

De entrada, avanzo la mezcla de encanto y desencanto que él me provoca. Encanto, porque me luce un hombre decente, sencillo, cercano a la gente, y distanciado de la arrogancia, prepotencia y deshonestidad con que la camarilla que gobernó el país durante veinte años manejó la cosa pública.

Desencanto, porque encabeza un gobierno demasiado comprometido con los poderes fácticos (empresariado local, inversionistas extranjeros, iglesia) y, sobre todo, por su atadura a mecanismos de acceder y conservar el poder que obstaculizan la democratización de la vida política y social del país, me refiero particularmente al clientelismo y desmesurado poder de partidos que han hecho de la política nacional una cuestión de dinero, carente de ideas, y tan cara que tenemos derecho a preguntarnos si en un país con tantas falencias vale la pena gastar tanto dinero en tan imperfecta democracia.

También porque él y su gobierno comulgan con los sectores más conservadores del país en temas que requieren ser tratados con una mayor apertura de espíritu, como gestión de las migraciones (tratamiento a los que llegan y a los que se van), igualdad de género, derechos sexuales y reproductivos, identidad de género, derechos y protección de niños y envejecientes, entre otros temas de sociedad.

Pese a ello, prefiero que sea reelecto, para seguir castigando al PLD (en sus dos versiones, Danilo y Leonel) por las tropelías cometidas durante sus veinte largos años en el poder, descarado enriquecimiento de su dirigencia, alarmante nepotismo, secuestro de la justicia, cuasiregalo de importantes bienes públicos a tradicionales saqueadores del Estado, entre muchos otros desafueros.

También quiero que sea reelecto para que queden más claramente evidenciadas sus intenciones de dejar las cosas como están o, por el contrario, nos sorprenda esta vez moviéndose en el sentido del progreso, ejerciendo su liderazgo para realizar una reforma fiscal que genere recursos suficientes para un incremento significativo de la inversión social, sacudiendo a una justicia empantanada que no termina de procesar a los corruptos de pasadas administraciones, eliminando los irritantes privilegios de legisladores que hacen muy mal su trabajo de legislar y fiscalizar, y reducen su misión de representar al reparto de dádivas para comprar lealtades, y desistiendo de su contubernio con los sectores más conservadores del país, empecinados en mantenernos en la Edad Medía en el tratamiento de temas de sociedad.

Dudo que se produzca ese milagro (ojalá me equivoque). Pero lo más probable es que mantenga su inmovilismo frente a estos asuntos, y así se vaya despejando cada vez más el espacio para la emergencia de otra opción que potencie un nuevo liderazgo.

Me gustaría que fuera una opción progresista, pero no tengo muchas razones para el optimismo en un mundo donde hasta en los lugares de amplia tradición democrática se están fortaleciendo los extremismos de derecha, y más sombrío me parece el panorama para los países de pobre cultura democrática y bajo nivel de instrucción de su población como el nuestro.

Pero este sombrío panorama, no me impide desear lo mejor para mi país. Por eso, aspiro a que el próximo 19 de mayo marque el principio del fin del PLD, en sus dos versiones, reduciéndolo a la simple sigla que es hoy el socio que lo catapultó al poder en 1996 mediante el funesto Frente Patriótico, y, por supuesto, que Dios nos guarde lejos del extremismo de derecha, nuevo fantasma que recorre el mundo, representado por Trump, en los Estados Unidos, Abascal y su Vox, en España, Georgia Meloni, en Italia, varios gobiernos en Europa del Este, Milei y Bukele en Argentina y El Salvador, y en nuestro país, por unos cuantos “fachos” agrupados en grupúsculos aún insignificantes electoralmente, pero muy estridentes. ¡Protégenos Dios de estos demonios disfrazados de redentores!